Por cientos, miles de años, los pueblos originarios han hecho uso de las bondades de la naturaleza y las emplearon en su vida cotidiana (caza, comida, vestimenta, refugio, medicina, etc.). Con el paso del tiempo, los abuelos compartieron y enseñaron a las nuevas generaciones el conocimiento adquirido. El arte y la artesanía tomaron un papel fundamental para la continuidad de los saberes culturales en este mundo globalizado. Mayormente las mujeres tenían el deber de enseñar a sus hijas, ya que a través de ellas se plasman las historias, los conocimientos adquiridos de las plantas, la cosmovisión indígena, entre otros aspectos importantes de nuestra vida.
La obra titulada El árbol que salvó a los Shipibos y resistencia cultural, de la artista indígena shipibo-konibo Metsá Rama, nos muestra cómo la comunidad shipiba de Cantagallo –una comunidad establecida en el corazón de la ciudad de Lima desde hace mas de 20 años– logró sobrevivir a la pandemia del COVID-19 gracias a sus prácticas ancestrales y por medio de las plantas medicinales, usando las hojas de los árboles del eucalipto que estaban plantados en la comunidad. La obra de Rama refleja una de las tantas realidades que afrontaron los sectores más pobres y abandonados del país, pero nuestra comunidad de más de 1000 integrantes –en su gran mayoría, de origen shipibo– no se dejó vencer. Sin contar con el apoyo del gobierno y sin acceso a las medicinas que recomendaban los profesionales de salud, la comunidad de Cantagallo enseñó y compartió con el mundo el uso de las medicinas tradicionales usadas por nuestros abuelos, como el eucalipto, la mucura, el ajosacha, el matico, el kion (jengibre) y el limón. La gravedad de la situación nos obligó a hacer caso omiso a algunas de las recomendaciones de la OMS (Organización Mundial de la Salud) relacionadas con el aislamiento y el distanciamiento social; nosotros entendimos que estando cerca y unidos era la única manera de salvar a los enfermos sin necesidad de aislarlos y dejarlos morir. Con el amor y hermandad, las madres de la comunidad fueron de casa en casa brindando su apoyo con las medicinas y sin el temor de contagiarse; su espíritu de solidaridad pudo más que el temor a contraer el virus y perder la vida. Es así que el pueblo sigue manteniendo sus costumbres y aplicándolas a su vida cotidiana, para poder sobrevivir en esta selva de cemento.
También me tocó vivir en carne propia la experiencia de tener a un familiar muy grave a consecuencia del COVID-19. Mi madre, Olinda Silvano, artista y líder indígena de nuestra comunidad se vio afectada. Ella era una de las personas que velaban por cada integrante contagiado o enfermo en la comunidad, brindándoles todo el apoyo y el amor que tenía. Al principio tomamos la noticia de la pandemia como algo de poca importancia hasta que llegaron los síntomas y más del 80% de la población fue contagiada. Nuestras madres y niños lloraban porque creían que perderían la vida o a un ser querido. En vez de mandar y brindar apoyo en medicinas, el gobierno prefirió encerrarnos con vallas metálicas con la ayuda de militares y policías, ya que nuestra comunidad se convirtió en un lugar de máximo contagio en Lima. Tal como lo muestra el cuadro de Metsá Rama, de la noche a la mañana nuestra comunidad amaneció cercada y todos estuvimos muy asustados por lo que venía ocurriendo. Los padres y madres de familia, estaban muy preocupados por el encierro ya que no podían salir a trabajar o movilizarse. Un gran porcentaje de pobladores de Cantagallo vive de lo que ganan al día, en especial las madres que salen a las calles limeñas a deambular, vendiendo sus artesanías, caminando muchas calles, cuadras, de distrito en distrito, para poder llevar un pan a sus hogares, poder pagar los estudios de sus hijos y tantas cosas que se necesitan en esta metrópolis. Escuché a una madre decir ‘’Si no me mata el covid, me matará el hambre’’.
En medio de esa emergencia, comenzamos a difundir mediante redes sociales la situación que venía atravesando nuestra comunidad. No teníamos medicinas, ni tampoco alimentos o agua para poder afrontar el COVID-19. Muchas personas generosas se solidarizaron con la comunidad y enviaron su apoyo. Mi madre, postrada en cama, me había comentado que en sus sueños se le había presentado el COVID-19 en su forma espiritual. Ella luchaba con todas sus fuerzas y sus ganas de seguir viviendo contra ese ser maligno. Y logró salir victoriosa porque ella es una mujer que no se deja vencer fácilmente. Su coraje y lucha, me motivaron a seguir adelante. Ya que no podíamos salir a vender y dar talleres como antes de la pandemia, empezamos a ofrecer nuestros servicios y productos por las redes sociales: telas pintadas, bordadas, bisutería, etc. Pero eso no era suficiente. Cada día la pandemia nos dificultaba las cosas, pero no nos podíamos dejar vencer. Tomamos esa situación –la pandemia– como un impulso para seguir adelante. Me quedé muchos días sin poder dormir, pensando en que podía hacer para sacar adelante a mi familia. Mis abuelos y mi madre me otorgaron una herencia cultural y pensé que ese conocimiento podía utilizarlo para dar talleres virtuales mediante el teléfono celular. Es así que comencé a difundir mi cultura a través de las herramientas tecnológicas. A mí y a muchos otros, la pandemia nos brindó un espacio para seguir creciendo como artistas indígenas y aprender a hacer frente a nuevas adversidades. Mi sueño es que todos nuestros hermanos indígenas se sientan identificados y orgullosos de sus abuelos, de nuestro legado cultural y sobretodo valorar nuestra riqueza milenaria. Seguiremos trabajando arduamente para que el pueblo shipibo–konibo tenga el lugar y el respeto que se merece.