Historias de la selva y la ciudad (2013)
de Julia Ortiz Elías y Olinda Silvano Inuma
(Reshinjabe), es una de esas obras que
tiene la cualidad de desentrañar un amplio
espectro de temas socioestructurales del país que se entrecruzan con las
experiencias individuales de sus autoras:
la vivencia íntima y familiar de la violencia
política del conflicto armado interno de los años ochenta; las condiciones de pobreza extrema de los pueblos
indígenas, su migración a las ciudades, la colonización de sus conocimientos y las adversidades que enfrentan las
mujeres en una sociedad marcada por lo
que Rita Segato denomina la pedagogía
de la crueldad1, la cual se manifiesta en
las asfixiantes políticas represivas del
capitalismo patriarcal que siguen ganando
terreno y haciendo difícil alcanzar la
justicia social y la igualdad de derechos.
Como si fuera un territorio de zona franca, en esta obra convergen sugestivamente las artes académicas y las indígenas, una estrategia que busca sabotear los cánones del gusto imperante y la hegemonía del poder urbano y occidental que trazó una línea jerarquizadora entre ambas prácticas. Estos modelos conceptuales occidentales habían ya empezado a ser desestabilizados décadas atrás por diversos agentes culturales, como el antropólogo César Ramos Aldana (Ancash, 1963 – Lima, 2017), quien impulsó la producción de esta importante pieza de Ortiz y Silvano. El resultado de la confluencia de esta dos tradiciones y formas de transmisión de memorias se revela en su naturaleza híbrida, tanto en sus lenguajes como en las técnicas principalmente empleadas: la pintura y el bordado. La base de la pieza es una tela teñida con corteza del árbol caoba, pintada con óleo, bordada y cosida, sobre la cual se despliega una gramática visual figurativa, alegórica o cubierta con grafismos indígenas shipibo-konibo. Como un río, la obra revela un caudal de visualidades que se contaminan y dialogan, que diluyen las jerarquías y las clasificaciones normativas que hasta algunas décadas atrás hacían imposible imaginar su encuentro.
Una de sus autoras, Julia Ortiz Elías, es una pintora nacida en Lima en 1975. Luego de egresar de la Facultad de Arte de la Pontificia Universidad Católica del Perú, ella enfocó su interés en la historia del arte, la ilustración y la pintura. Temas que ha desarrollado en proyectos y exposiciones colectivas e individuales entre las que destacan “El problema del otro” (2011) y “Estereoscopías, el enfoque doble” (2017). En ellas trabajaba de manera consecuente tópicos de género, democracia y ciudadanía. Desde un enfoque político y poético, su lenguaje visual ironiza en torno a las perversas formas de cosificación de los cuerpos femeninos desde la niñez, así como las prácticas de violencia estructural que las envuelven.
Por otro lado, Olinda Silvano Inuma (Reshinjabe), es una artista y líder política del pueblo shipibo-konibo, uno de los 51 pueblos originarios de la Amazonía peruana. Nació en 1969 en Paoyhan, Pucallpa, Ucayali. Desde niña aprendió a elaborar cerámica, piezas bordadas, collares, bolsos y otras artesanías que vendía de manera ambulatoria. Llegó a Lima en 1997 en busca de mayores oportunidades económicas e inicialmente se estableció en Comas, un distrito de clase trabajadora en el norte de la ciudad. El año 2000 ella integró el primer grupo de pobladores shipibo-konibo que habitó Cantagallo, un asentamiento urbano ubicado al lado del río Rímac. Ellos tuvieron que afrontar problemas de salud debido a la presencia de insectos. Al igual que otras mujeres migrantes, Silvano incursionó en diversos trabajos para solventar a sus cuatro hijos, además de la venta de artesanías como ambulante por casi todo Lima. Ella integra la segunda generación de artistas indígenas amazónicos que emergieron en Lima desde finales de los noventa, cuando diversos museos, centros culturales y galerías presentaron exposiciones en la ciudad inicialmente impulsados por el historiador Pablo Macera y el proyecto Seminario de Historia Rural Andina (SHRA) de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM).
Historias de la selva y la ciudad ofrece una narrativa secuencial: un espiral de episodios de historias de vida de las artistas cuyos temas tienen en común el rescate de la memoria del dolor, el despojo y la violencia y las dinámicas sociales que la sostienen. Julia Ortiz presenta un relato en el que revela pasajes de su niñez y adolescencia, interrumpida por la tragedia de la muerte de su padre a causa de la violencia terrorista que asoló el país. Las consecuencias que ello generó en su vida personal y familiar, así como la resiliencia de su madre ante la desolación de una familia cercenada y un hogar destruido son un aspecto central de su relato. Olinda Silvano Inuma (Reshinjabe) plasma su niñez como pescadora, las enseñanzas de bordado de su abuela y la corona invisible que ella le dio para elaborar mejor el kené –diseños geómetricos a través del cual se hacen visible el conocimiento recibido de las plantas sagradas como la ayahuasca (Banipteriosis caapi), la chacruna (Psychotria viridis) y el tabaco (Nicotiana Tabacum) y utilizado con fines terapeúticos–. Del mismo modo, la artista documenta un accidente que le afectó seriamente la pierna. Ella registra también su llegada a Lima, una ciudad que aparece representada como un lugar distante e inhóspito con buses acechando. La obra se construye a través de diversas viñetas que emergen de una imagen esférica central, remarcando el paso del tiempo en las distintas escenas.
En las historias de ambas artistas hay un elemento
central que aparece en el medio de la obra: los rostros
de sus padres que emergen de la espiral mirando al
espectador. El padre de Julia Ortiz, un ingeniero que
murió asesinado en 1987 por negarse a colaborar con el MRTA, fue una de las 69,280 víctimas fatales que entre 1980 y el 2000 generó el conflicto armado
interno, según lo estimado por la Comisión de la Verdad
y Reconciliación del Perú CVR (2003)2. Este conflicto ha
sido el episodio más violento y extenso de la historia del
Perú desde su fundación como República, el cual puso
al descubierto las desigualdades de índole étnico-cultural
que aún prevalecen en el país e infundió miedo y un
sufrimiento extremo que fragmentó aún
más a la sociedad.
El padre de Olinda Silvano falleció luego de una fuerte golpiza que recibió en Cantagallo por defender el terreno que ocuparon desde fines de la década de los noventa. Este trágico incidente asociado al proceso de migración definió aún más el deseo de Silvano de convertirse en una luchadora social y activista desde el arte. Para ambas, la presencia del padre es un elemento gravitante cuyo recuerdo no solo sigue vigente, sino que revela una afinidad entre dos historias de vida.
La inclusión de la imagen de los padres de las artistas es algo poco usual en una obra que podríamos considerar próxima a un discurso feminista. Este protagonismo masculino llamó la atención del propio César Ramos, el impulsor de la colaboración entre ambas y curador de la exposición “Mujeres de la floresta” donde fue exhibida la pieza por primera vez en 2013. Ramos esperaba una narrativa de denuncia política –un tema ampliamente abordado en el arte contemporáneo–. Sin embargo, las artistas decidieron ensayar un ejercicio de liberación simbólica y elaborar desde sus vivencias personales la reivindicación de la memoria de sus progenitores. Este ejercicio no fue solo una oportunidad para confrontar las narrativas oficiales de la violencia sino también un espacio para propiciar la deconstrucción de sus lenguajes y métodos creativos. En ello radica la potencia y riqueza de esta obra al interrogar ciertas categorías monolíticas que nos permiten situar también al hombre como víctima de la violencia del sistema patriarcal. Las artistas hacen visible los matices de sus vidas que subrayan el rol de la violencia racial y de clase asociada a la compleja realidad peruana.
Historias de la selva y la ciudad nos recuerda que la relación arte- mujer sigue siendo un espacio de profunda exploración y que continúa yendo más allá y obligando a revisar los parámetros de los feminismos y los modelos teóricos de género que, en años recientes, han producido diversas formas de pensar y hacer frente a las encrucijadas históricas del colonialismo.
Aún en los contextos más hostiles, la versatilidad de las mujeres da cuenta del espacio medular que históricamente han tenido las prácticas artísticas para su supervivencia. Y en el caso particular de las mujeres indígenas, destaca la solidaridad del trabajo en comunidad, así como un poder resiliente que detona estéticas innovadoras y comprometidas con los cambios. Todo ello permite ver por qué la comunidad shipibo-konibo de Cantagallo se ha convertido en una suerte de laboratorio y un espacio de exploración de las posibilidades artísticas de la mujer indígena urbana. Es elocuente el caso de Olinda Silvano, hoy convertida en una artista multidisciplinaria e iniciadora del muralismo shipibo konibo junto a Wilma Maynas Inuma (Pekón Runa) y Silvia Ricopa (Ronín Kaisi). Sus murales hoy están siendo presentados en varios espacios internacionales. Desde la práctica artística podemos ver la lucha colectiva por su autodeterminación y el reclamo por libertades creativas y estéticas a través de las cuales han comenzado a reescribir su historia.