Desaprender nuestras lenguas coloniales
Sobre el lenguaje y la pertenencia
Desaprender nuestras lenguas coloniales
Sobre el lenguaje y la pertenencia
Este texto se publicó por primera vez en Boston Review, en noviembre de 2021 y se traduce por primera vez al español para esta edición del INSITE Journal.
Cuando vivía en la colonia sionista en Palestina, Israel, a menudo tenía que responder preguntas como: “¿por qué pretendes ser una mizrachit (una judía oriental)?” o “¿por qué no escribes sobre tu propia identidad mizrachi?”. Me hacían estas preguntas porque mi formación académica y mi oficio de curadora independiente se desviaban de lo que se consideraba el perfil normativo de una mujer mizrahi en el Tel Aviv de principios de los años 1990.
La primera pregunta, planteada por los ashkenazim (judíos de Europa Central u Oriental), daba por sentado que yo pretendía ser algo que no era. Me reconocían como “una de ellos” y no entendían por qué afirmaba pertenecer a un grupo inferior, los mizrahim –y en ocasiones incluso se sentían traicionados–. En sus escépticas inquisiciones, era como si hubieran preguntado: “¿de qué sirve?”. La pregunta que planteaban los mizrahim también me acusaba de ocultar quién era, pero de otro modo: insinuaban que no aceptaba mi identidad mizrahi en la forma de expresión que ellos consideraban adecuada, por no decir singular. Sin embargo, desde mi perspectiva, ambas preguntas eran casi iguales. Las dos asociaban la categoría de mizrachiyut con una identidad –como si la idea de tener “una identidad” no fuera producto de la colonia y su régimen– y la utilizaban para controlarme. Pretendían saber mejor que yo quién era y cómo debía pensar y comportarme.
Viendo atrás me doy cuenta de que, a pesar de haber refutado estas acusaciones, el término mizrachi me incomodaba. Pero mi malestar no se basaba en los mismos supuestos de quienes me hacían estas preguntas. Me negaba a alinearme con alguna de las identidades fabricadas que la secularidad, el sionismo, el colonialismo de asentamiento, o el mercado liberal ofrecían. En retrospectiva, leo en mis respuestas cierta comprensión de que esta súplica por “elegir” partía de la incitación imperialista a que los niños dieran la espalda a sus antepasados e hicieran “mejores elecciones”, o bien a que respaldaran las “elecciones” de sus antepasados y las justificaran sin importar el daño que pudieran provocar. Esto es indisociable de la lógica que rige las iniciativas eugenistas del capitalismo racial.
No obstante, en ese momento ciertamente no alcanzaba a ver las similitudes entre la asignación de la identidad israelí a los judíos en Palestina (que se extendía hasta incluir a judíos de países árabes o musulmanes) y el proceso por el cual se impuso la identidad francesa a los judíos en Argelia. La categoría de los mizrahim fue creada por la nomenclatura eurosionista y cumplió con una función discursiva estratégica para sanear la narrativa estatal de la destrucción y colonización (en curso) de Palestina. De manera más específica, la producción de la categoría “mizrahim” promovió el mote de “judeocristianismo” como una verdad histórica incuestionable, lo cual implicaba que cualquier rastro del mundo árabe-judío o musulmán-judío debía destruirse junto con Palestina. Esto tuvo consecuencias de amplio alcance para distintos judíos más allá de las fronteras del recién establecido Estado.
Apenas hace una década, cuando dejé el Estado colonial construido para destruir Palestina, pude abandonar por completo la identidad que me fue asignada al nacer –“una israeli”–, al igual que las subidentidades que creaba (como la de mizrahim). Fue apenas entonces cuando alcancé a entender por completo el papel que esta categoría desempeñaba en la desarticulación del mundo judeomusulmán tan diverso del que los judíos formaban parte en África del Norte, la orquestación de su migración masiva instrumentalizada, y la relegación al “pasado” de los distintos vínculos con sus culturas –lenguajes, artes, tradiciones, vestimenta, estructuras comunales y familiares, etc.–. Ambas categorías de identidad –israelí y mizrachit– suponían que la vida de mi familia paterna en Argelia era suya, no mía, no yo.
La identidad israelí definía la forma de pertenencia a una sociedad fabricada por colonizadores. Dotaba a sus súbditos de una versión del pasado que reconocían como propia porque estaban socializados para hacerlo. Si bien nada en la historia sionista pasó a ser mío, la cultura “occidental” privilegiada por la ideología sionista sí lo hizo. Cuando era joven, trabajé duro para hacer mía esa cultura, estudiando arte, literatura y filosofía. Sin embargo, nunca sentí –ni se me permitió sentir– que fuera algo innato. La invención de la categoría de los mizrahim era necesaria para reclutar a los judíos que migraban del Magreb –del mundo árabe-bereber-judío-musulmán– y socializarlos para que se identificaran con la entidad fabricada más amplia: el pueblo judío. Esta noción fue inventada en Europa a fines del siglo XVIII y concretada por los aparatos de Estado napoleónicos. Después fue exportada a Magreb con la colonización francesa de Argelia, que incluyó una campaña sistemática para sustituir las estructuras y tradiciones judías locales con otras, ya estandarizadas en Francia por medio del establecimiento del Consistorio Central Israelí. Sin embargo, los judíos argelinos ya habían recibido sus primeras lecciones de superioridad putativa por parte de los judíos europeos en los países musulmanes donde vivieron durante siglos.
Cuando se crece en un Estado colonial donde las mentiras se convierten en hechos, uno puede ignorar las incongruencias y respaldar la realidad fabricada, o bien optar por desaprenderlas. En mi caso, la articulación teórica de una práctica instintiva de desaprendizaje llegó años después. Cada día, desde primer grado hasta terminar la primaria, mi maestra entraba al salón de clases, abría la lista de asistencia, y leía nombres de estudiantes. Azoulay estaba entre los primeros, después de Abergil, Abuksis y Abutboul, todos ellos designados como niños mizrachi, descendientes de familias norteafricanas, consideradas inferiores en la colonia. Sin embargo, en casa nuestro nombre se disociaba de esos otros nombres, a menudo mencionados con desdén. De niña, saber que no éramos como “ellos”, implicaba también saber que en realidad éramos –o podía pensarse que éramos– como ellos; para mantener esta negación solía crearse una distancia. Nadie me explicaba por qué éramos distintos de otros mizrahim, o por qué importaba. Tuve que descubrirlo yo sola. El hecho de que en la primaria aún creyera que mi padre era francés constituía una clara indicación del esfuerzo invertido por nuestros padres para garantizar que nuestra familia pareciera algo distinto de lo que nuestro nombre (Azoulay, evidentemente magrebí) indicaba. Ahora supongo que de niños entendíamos que no debíamos arruinar esta decepción identitaria, aunque nunca nadie nos lo hubiera pedido de manera explícita.
Entender que el nombre Azoulay no difería de aquellos otros nombres en la lista de asistencia de mi clase indujo un proceso de desaprendizaje de ciertas mentiras sobre el origen de mi padre, pero también de mi madre y de muchos otros con los que estas mentiras se entremezclaban. Mi madre estaba orgullosa de ser nativa de tercera generación de su lugar de nacimiento, pero desde 1948 (cuando tenía 17 años), ya no pudo referirse a ese lugar por su nombre. Tuvo que interiorizar el mandato sionista y relacionarse con Palestina en tanto metonimia para el enemigo de los judíos. Tuvo que reafirmarse como israelí de manera retroactiva, aun cuando Israel se inventara apenas en 1948. Cuando yo tenía alrededor de 12 años, mi hermana mayor sugirió que cambiáramos nuestro apellido por uno hebreo. Ésta era una práctica común, obligatoria para quienes ocupaban algún puesto oficial, y voluntaria para quienes querían disociarse de su linaje y asimilarse a la israelidad. En Israel, un nombre hebreo significa un nombre israelí –diferente de aquellos que llevan la marca de lo que Israel define como “su” diáspora–. Este régimen de cambio de nombre afectó tanto a los ashkenazim como a los mizrahim. A medida que el Estado se imponía como el centro de la “vida judía”, dotaba al súbdito judío fabricado, “el israelí”, de una historia y un futuro epigráficos. Yo fui incapaz de discernir esta fusión entre hebreo e israelí. Sin embargo, tras la petición de mi hermana, ya no pude resguardarme de la verdad que mi maestra pronunciaba a diario cuando leía nuestro apellido en voz alta: algo estaba mal con nuestro nombre y con nosotros.
Éramos como “ellos”, esos norteafricanos de los que teníamos que distinguirnos. Con una intuición infantil, entendí que debía apoyar el plan de mi hermana. Sin embargo, mis padres rechazaron su sugerencia afirmando que “uno no se cambia el nombre”. Ésa fue una lección para mí, una lección que convirtió nuestra diferencia en una fuente de poder y liberación. Lo que nuestra familia es va más allá de lo que está inscrito en nuestro nombre; nuestro nombre no es un recuerdo de tiempos pasados. En ese momento aún no entendía lo que una identidad significaba, pero sí entendía que yo era heredera de un rechazo ancestral de la nomenclatura colonial puesto en evidencia por la determinación de mis padres de mantener nuestro nombre intacto. En respuesta a nuestra sugerencia, mi madre nos consoló afirmando que de su lado éramos nativas de cuarta generación de Palestina, y del lado de mi padre éramos francesas. Estos “hechos” buscaban disipar la innegable extranjería de nuestro padre nacido en Argelia e identificado como francés, una extranjería que iba más allá de lo que nuestro nombre significaba. En casa nunca más se volvió a discutir nuestro apellido. Ya adulta intenté reconstruir aquel momento, pero mi madre negó que mi hermana hubiera sugerido aquel cambio de nombre.
Cuando tenía 17 años y me preparaba para estudiar en Francia, solicité el pasaporte francés. Mi elegibilidad para recibir la nacionalidad francesa reafirmaba la francesidad de mi padre. Aunque las historias de argelinos que recibían la ciudadanía francesa parecían absurdas, estaba feliz de utilizar las perdurables recompensas de esta coyuntura histórica sin hacer demasiadas preguntas. Para mí, el pasaporte francés no era una identidad, sino un beneficio que podía aprovechar. Inicié una intensa correspondencia con autoridades francesas para completar el proceso; lo que me interesaba no era el contenido de estos documentos, sino sólo el pasaporte que me garantizaban. De otro modo, ya habría notado que el nombre de mi abuela paterna –Aïcha, un nombre común entre judíos y musulmanes del mundo árabe– se nos había ocultado. No era consciente del precio que habían pagado mi padre y su familia para hacerse franceses en la Argelia decimonónica. Mi educación nunca me llevó a hacer preguntas sobre su francesidad ni a cuestionar el papel que el Estado israelí desempeñó en ubicar su lugar de nacimiento, Argelia, fuera de nuestro alcance. Hace poco encontré un mapa de África que me pidieron dibujar cuando estaba en la primaria. Hoy me sorprende la extrañeza del continente que nos pidieron crear con crayolas de colores cuando en realidad estábamos –nosotros, los Abergil, los Abukasi, los Abutboul y los Azoulay– dibujando los lugares de donde venían nuestros padres. Mi maestra, que me calificó con una A, ni siquiera notó el hecho de que dejé fuera una tercera parte del Magreb (Túnez no está en mi mapa).
Parte de ser “israelí” significa relacionarse con los lugares de origen de tus padres como meros detalles biográficos, que sólo cobran relevancia al llenar ciertas casillas en formatos oficiales. En ese momento no entendía la conversión de los judíos argelinos a la nacionalidad francesa, ni el papel que esta conversión desempeñó en la destrucción de miles de años de vida judía en África del Norte. Nadie me ofreció ningún detalle ni pista que seguir. Muchos estaban amordazados por una ignorancia inculcada, otros por la disociación provocada por los aparatos del colonialismo de asentamiento. No sólo hablo de mi familia y el entorno social de Tel Aviv, sino también de las personas que conocí en la universidad de París. Me sorprende haber estudiado con Pierre Bourdieu durante dos años, sin haber hablado nunca de Argelia. En nuestra vida familiar en Israel, “Argelia” era un dato que designaba el lugar de nacimiento de mi padre y que nos hacía mizrahim ante los demás. Mi madre prefería no mencionarlo y mi padre se comportaba como si su lugar de nacimiento no tuviera nada que ver con él. Aunque pudiera parecer que mi rechazo de la identidad israelí imita el rompimiento de mi padre con su identidad argelina, quiero señalar dos diferencias. En primer lugar, la identidad argelina les fue expropiada a los judíos argelinos por el proyecto colonial, mientras que mi identidad israelí me fue conferida por una empresa colonial. En segundo lugar, a diferencia de mi padre, yo no me comporto como si mi lugar de nacimiento no tuviera nada que ver conmigo; yo estoy comprometida con la lucha por la abolición del régimen de los colonos que continúa destruyendo la existencia y el sustento palestinos.
A diferencia de mis padres, que intentaban distanciarse de la categoría de los mizrahim, desde muy pequeña yo la reivindicaba, en parte para resistirme a su rechazo, pero también porque me liberaba del intento de creer en cosas que no tenían sentido en la colonia. Incluso cuando me refería a mí misma como una mizrahi, no me sentía parte de una identidad colectiva. Mi padre nunca habló de Argelia en tanto lugar. Aunque compartía algunos recuerdos de infancia de cuando vivía allí, Argelia nunca formaba parte de la historia. Aún no entiendo del todo por qué mis hermanos y yo nunca le preguntamos sobre su lugar de nacimiento. Antes de que cumpliera 65 años, le pedí que me contara algunas historias que incluí en un álbum fotográfico sobre su vida. Cuando volví a leer aquello hace poco, me di cuenta de cuántas cosas lo oí decir sin realmente escucharlo. De no haber carecido del contexto adecuado para escuchar y entender lo que me decía, sin duda habría hecho preguntas. Si bien mi padre nunca intentó hacer de Argelia un lugar al que le tuviéramos cariño, o que experimentáramos con una sensación de apego y pertenencia en segundo grado, quizá nosotros no logramos hacer el espacio para que eso ocurriera; o quizá fuimos criados para no lograrlo. Tras la muerte de mi padre, estaba decidida a encontrar cualquier rastro que hubiera podido traer con él de Argelia, aunque él actuara como si no hubiera ninguno –o yo suponía que no lo había–. Comencé a escribir cartas: a mi padre, a mis antepasados paternos y a muchos otros. Encontré muchos tesoros, cuentas que aún sigo enhebrando. Tal vez las cuentas que encontré sólo podían brillar tras la muerte de mi padre, pues cuando vivía las eclipsaba su admiración por Francia, por los colonizadores. Sin duda sabía cómo transmitir esta admiración, pues inspiró mi sueño –¿su sueño?– de estudiar en París.
Mi padre hablaba muy poco, pero contaba muchas historias. Si yo tenía preguntas, se las hacía a mi madre. Cuando solicité el pasaporte francés, mi madre repitió una historia sobre cómo mi padre logró marcar “Francia” como su lugar de nacimiento en sus documentos israelíes. Él llegó a Israel en 1949 como voluntario y tenía un boleto de regreso para finales de ese año. Cuando decidió quedarse, tuvo que llenar unos papeles para beneficiarse de la recién creada –por los sionistas– Ley del Retorno de 1950, que comprendía a “los judíos” de todo el mundo y los alentaba literalmente a tomar el lugar de los palestinos que seguían siendo expulsados y a quienes les era negado el retorno. Cuando el funcionario le preguntó su lugar de nacimiento, mi padre respondió muy seguro de sí mismo: “Oran, Francia”. Durante años imaginé vívidamente esa escena en el Ministerio del Interior, como si yo hubiera estado presente: mi padre se inclina hacia la ventanilla del mostrador; ante él se halla el rostro cansado de un funcionario aburrido. Mi padre, vigoroso y entretenido, emite una sola palabra, “bonjour”, con la esperanza de que su saludo francés le abra las puertas, como solía ocurrir. Al funcionario no le hace gracia y le pregunta escuetamente por su lugar de nacimiento. Cuando escucha la respuesta, “Oran”, hace una pausa y pregunta con obvio desinterés: “¿dónde queda eso?”. Mi padre repite el nombre de la ciudad, dos veces incluso: “Oran, Oran”, como diciéndole al empleado, “¡¿no sabes nada de Oran?!”, concretando su francesidad cosmopolita en su capacidad de darle una lección a este representante del Estado. Puedo imaginar el esbozo de sonrisa que apareció en el rostro de mi padre cuando vio al funcionario a los ojos. Ahora escucho lo que antes era incapaz de escuchar: un tono de orgullo por su ciudad acentuaba la voz de mi padre. Oran es un nombre común, conocido por cualquier francés cuya estima por su ciudad supere la del funcionario. Mi padre mira hacia la izquierda y hacia la derecha para asegurarse de que nadie atestigua este acto de fraude geográfico. Entonces, con una gran satisfacción, concluye: “en Francia, evidentemente”.
Cuando aún vivía en la colonia de los colonizadores y me preguntaban sobre los orígenes de mi familia, a menudo contaba esta historia. Me llenaba de orgullo, no que mi padre fuera francés o de Francia, sino que lograra engañar a los aparatos de Estado israelíes, los mismos que él me enseñó a odiar. Mi padre tuvo suerte de que le tocara un funcionario ignorante. Tardé varios años más en entender que no estaba haciendo trampa, sino que padecía el síndrome colonial como lo explica Frantz Fanon: estaba interiorizando el fraude geomental de los colonizadores como si fuera su propia realidad. Cuando aún vivía en casa de mis padres, le pregunté a mi madre al respecto. Ofendida y defendiendo nuestro patrimonio familiar, me contestó: “¡¿por qué siempre estás escarbando?! Tu padre es francés. Argelia formaba parte de Francia y los judíos fueron los primeros en recibir la ciudadanía francesa”. Era su turno de sentirse orgullosa, esta vez por el hecho de que los judíos fueran los primeros. El énfasis de mi madre estaba en el valor de verdad de la identidad de mi padre. La violencia que creó esas realidades no trasgredía su concepción de la verdad. Si ésta era la verdad, entonces no podía estar mintiendo, aun cuando decía ser israelí, una verdad incompatible con su orgullo por ser nativa palestina de tercera generación. En lo que a ella concernía, la verdad consistía en probar que no se estaba mintiendo. En un mundo construido con bases imperiales, se requiere que la verdad justifique las identidades de los colonizadores, que las ancle en la realidad. En contraste, mi padre no mostraba interés en la verdad. No se sentía obligado a demostrar que era francés. Simplemente se ponía su único audífono a la hora de dormir y navegaba en ondas cortas a mundos francófonos de los que no formábamos parte. Para él, ser francés era un placer puro e inocuo: buen vino, baguettes, camembert y carnes frías. Incluso el hojaldre argelino que tanto le gustaba sabía francés en su boca. “Después de que me entierren –solía decir–, pongan jazz y coman comida francesa en mi tumba.” De haber sido posible, creo que habría disfrutado con el mismo entusiasmo hacerse estadounidense; después de todo, los americanos habían aterrizado en la Luna, inventado el jazz y creado la vida en talla XXL. Siempre se sintió atrapado en el lugar equivocado. Nada en Israel le inspiraba lo suficiente para aceptarlo como parte de su identidad. La verdad no tenía nada que ver con su identidad, compuesta por las cosas que desde su perspectiva hacían que la vida valiera la pena: la buena música y la buena comida. Nunca le preocupó si su identidad era realmente francesa. En sus encuentros con oficiales, cuando enfrentaba a quienes indagaban sobre sus identidades, documentos o impuestos, mostraba una increíble creatividad. Se reinventaba una y otra vez, aprovechando la ignorancia de los oficiales, su mente cerrada y algunas razones subyacentes que no respetaba. Independientemente de si buscaba esta zona gris a propósito o si entraba en ella por casualidad, le gustaba estar “allí”, en un territorio que estaba lo bastante mal definido como para que sus historias se impusieran.
Cuando era adolescente, mi hermana mayor me trajo un panfleto de un pequeño partido político de izquierda. Aún recuerdo el tacto de ese delgado cuadernillo: su portada suave, las grapas que lo sujetaban, su tipografía sencilla impresa en tinta negra, bloques de texto sin fotos. En este folleto vi por primera vez las palabras “ocupación” y “confiscación de la tierra”. Al principio no parecían estar relacionadas con lo que yo sabía sobre el lugar donde crecí o las acciones de su gente. Recuerdo otras palabras que exponían la violencia cercana que yo ni siquiera imaginaba que pudiera rodearme: expulsión, expropiación, robo, privación de derechos y campos de refugiados. Estas palabras parecían ajenas a mi lengua materna, y mediante cierta entonación buscaba preservar su protuberancia, resistirme a que mi paladar las naturalizara, negarme a dejar que se camuflaran entre otras. Cuando me encontré con estas palabras por primera vez, sentí que eran demasiado grandes para usarlas; pero también sentí un deber de pronunciarlas, en particular en casa. No tardé en darme cuenta de que a mi madre la ofendían; amenazaban la validez de un Estado que la había reclutado para que lo justificara automáticamente y alteraba su inquebrantable compromiso con su misión. Recitar estas palabras era mi forma de rectificar las mentiras que mi madre sostenía sobre este lugar.
Había algo repulsivo en todas las conversaciones sobre ser nativo de la tierra, “ser sabra” o ser de la tercera o cuarta generación. El hecho de que mi padre fuera un inmigrante no socavaba la privilegiada sensación que nos transmitía mi madre de haber sido elegidos para ser sabra. A mi padre nunca le interesó este culto del sabra, lo cual constituía un argumento sensato para socavar la misión materna de hacernos buenos ciudadanos del Estado. La extranjería de mi padre y la distancia que cultivaba ante los israelíes –esa misma distancia que me avergonzaba de niña– se convirtió en un recurso que me permitió abrir una brecha ante la industria de mentiras que los sionistas presentaban como hechos. Durante mucho tiempo, que mi padre se identificara como francés me pareció una mentira, pues había nacido en Argelia. Me sorprende la cantidad de años que tardé en darme cuenta de la doble laguna en mi lógica. Yo veía la aspiración de mi padre a la francesidad como una expresión de su deseo natural de movilidad hacia arriba y de inclusión occidental. Pasaba por alto la historia de violencia colonial ejercida en contra de mi familia paterna en Argelia y sus efectos en mi padre. Realmente era francés, pues en 1870 sus antepasados fueron obligados a hacerse franceses y él nació creyendo que era francés. Nació con una amnesia colonial. Al insistir en que no era un verdadero francés, me rendía ante la mirada colonial que decidía quiénes entre los colonizados (o más adelante inmigrantes) merecían ser reconocidos como franceses. Mi padre no aspiraba a esta nacionalidad; le fue impuesta. Éste es el meollo de la tragedia. Lo que pasaba por alto no le afectaba sólo a él, sino también a mí. Dos proyectos coloniales me impactaron: como descendiente de los colonizados en Argelia y como hija de los colonizadores en Palestina. Darme cuenta de que éramos como “esos” mizrahim en mi clase me llevó a adoptar una nueva disposición para unir los puntos y llenar los espacios. De manera retroactiva logré entender el significado de algunos dichos y actitudes dirigidos a mí de los que durante mucho tiempo había renegado. Me di cuenta de esto aproximadamente al mismo tiempo que empecé a entender que Palestina no estaba en otro lado, sino en el mismo lugar que Israel; el hecho de que los sionistas estén luchando por destruirla no cambia este estatus ontológico. Para mí, la “verdad” de mi madre quedó al desnudo en ese momento. La relación de mi padre con su identidad me parecía cada vez más entrañable.
A pesar de la naturaleza claramente distinta de estos dos “descubrimientos”, responsabilicé a mi madre de ambos. Quizá se debió a que ella negó mis descubrimientos y siguió reiterando su “verdad” –la del Estado–. Mi padre prefería el Club Francés de Netanya, las fiestas de la embajada francesa para el 14th Juillet (Día de la Bastilla), y la bandera tricolor por sobre la azul y blanco de Israel. No intentaba deshacerse de su pesado acento francés. No le gustaba la música popular israelí. Se sentía orgulloso de su rica familiaridad con la música del mundo que le enseñaba a sus clientes en su pequeña tienda de música y electrónicos. Odiaba los rituales gastronómicos israelíes, como abrir semillas de girasol o asar carne al aire libre. Regañaba a los clientes que arrastraban los pies al entrar a su tienda (que veía como su castillo). Nunca se imaginó salir a lavar su auto en algo que no fuera una camisa de collar y pantalones de gabardina. La inclinación de mi padre por la identidad de los colonizadores franceses parecía no dañar a nadie; nunca intentó controlar ni reclutar subjetividades ajenas. Su francesidad era una mera cuestión de preferencia personal. Tardé años en entender que sus cuestiones personales también eran mías. Trastocó mis vínculos con mis antepasados y me trajo al mundo como una sustancia maleable en las garras de los colonos en Palestina.
¿Habría podido distanciarme de la identidad que me fue asignada al nacer de no haber heredado la distancia que mi padre tenía de ella? ¿Habría podido escuchar la falsedad de la lengua materna? ¿Me habría molestado su sintaxis construida para extraer mi complicidad y obligarme de niña a afirmar sus acuerdos que convertían el saqueo en verdad? Mi lengua materna es la de los colonizadores. Alienta cierta polémica siempre y cuando sea recitada entre judíos israelíes y defienda la temporalidad imperial de un fait accompli: la existencia del Estado no puede ser ni cuestionada ni revertida. Por fortuna, empero, la lengua que usaba mi madre estaba hecha de consignas desarticuladas pronunciadas en las calles y no brotaba directamente de los manantiales ideológicos del sionismo. De haber sido así, habría sido más difícil abandonar las ideologías sionistas. Mi madre apenas cursó ocho años de escuela, y ni ella ni sus padres fueron educados por ideólogos sionistas. Su madre, mi abuela materna Selena, no nació en Palestina y llegó allí por mera coincidencia. Hablaba mal el hebreo y siempre fue “una extranjera”. Pero esto no afectó la obediencia de mi madre al Estado ni su disposición a mantener su imagen de verdadera sabra. Después de creado el Estado, éste era su capital.
Cuando aún no sabía cómo desaprender mi lengua materna, me molestaba cada vez que encontraba a diversos agentes estatales de la verdad: maestros de escuela, consejeros del movimiento juvenil, políticos y vecinos. Todos mentían; no siempre en lo que decían, sino en la gramática y la temporalidad sionista con que describían el sufrimiento de los judíos en Europa como tratando de justificar lo que ellos mismos estaban haciendo en Palestina. “Hogar nacional.” “Nuestro.” “Todos los árabes son asesinos.” “Todo lo que quieren es ahogarnos en el mar.” “Es su culpa.” “Huyeron.” “No les importa matarse unos a otros.” “Luchamos por la vida de cada uno de nuestros soldados.” El paladar me dolía con tan sólo intentar discutir o refutar estas mentiras, por no hablar de negarme a reproducirlas en mi lengua materna. Aún sabía muy poco sobre la destrucción de Palestina y nada sobre la destrucción del mundo judío musulman y la construcción ahistórica de los árabes y musulmanes como enemigos del pueblo judío. Mi ira se combinaba con una sensación de afrenta. Mi lengua materna me había engañado; mi boca se rebelaba.
En esa época me recetaron un corrector de postura ortopédico diseñado para enderezar mi espalda. Este artilugio, que supuestamente arreglaría y corregiría mi deformación ancestral, me condenó al silencio: una boca callada y un cuerpo callado. Bajo la égida de este silencio, el “nosotros” del que nací formando parte se convirtió en “ellos”. Pasaron años antes de que entendiera que los rastros de la otredad de mi padre –siempre allí y siempre presentes– también se habían plasmado en mí. Esto me dio la capacidad de elegir no reconocerme en el “nosotros” –judíos israelíes– y de verlos como “ellos”. Así, aún cuestionaba la naturaleza de un “nosotros” del que pudiera formar parte. El viaje que emprendí fuera del reino del “nosotros” me despojó del lenguaje. El instrumento ortopédico me ciñó con mayor fuerza y descubrí que sabía estar en silencio. El silencio tenía un ingenioso potencial. Los postes metálicos, las cintas de cuero y el molde pélvico de plástico traqueteaban y chascaban con orgullo, emitiendo sílabas nuevas, limpias, técnicas. Éstos eran los bloques de construcción que podía usar para salir del lenguaje colonizador fabricado para convertirse en mi lengua materna.
Para hablar como lo hacía, mi madre tuvo que reprimir su propia lengua materna, el ladino. Me encantaba su sonido cuando la hablaba con su madre, aunque yo quedara excluida de sus conversaciones. Cuando mi abuela falleció, entendí que mi madre protegía esta lengua con gran vehemencia, como su propia reserva, oculta bajo lo que parecía ser una vida típicamente israelí. No la compartía con nadie. Me tomó años darme cuenta de que lo que había identificado como el sentido de pertenencia de mi madre era su forma de responder a una orden, una necesidad de expresar lealtad a la bandera nacional. Como si estuviera en una misión, buscaba adoctrinarnos en la alianza de los sabra, un pacto que nos obligaba a abandonar todos los vínculos diaspóricos. Sin embargo, ella no desechó todos los rastros de la existencia diaspórica que heredó de su madre. La abuela murió cuando yo tenía nueve años. La música en lengua ladina desapareció de nuestras vidas, salvo por algunas expresiones de cariño que mi madre utilizaba con nosotros (“bendices manos”, que significa “benditas manos”, y que usaba cuando me veía absorta haciendo manualidades; o “alma buena”, que usaba cínicamente cuando nos portábamos mal). No podíamos responder a su evidente añoranza por su lengua materna, ni contextualizar su pérdida dentro de una historia de trastocamiento que empezó en el siglo XV con la expulsión de judíos y musulmanes de España.
El establecimiento del Estado de Israel conllevó el sacrificio del lenguaje para fabricar una versión colonizadora del hebreo que nos fue impuesta como lengua materna. Hubo que matar los lenguajes de nuestros antepasados para que nuestros padres conversaran con nosotros en un lenguaje ajeno a ellos, un lenguaje que pudieran usar de manera instrumental. Cuando pude entender la muerte del ladino, comprendí que mi padre no nos había privado del francés, sino del árabe, el lenguaje que mis antepasados hablaban en Argelia. Perdí la oportunidad de preguntarle cuándo dejó de responderle a sus padres en árabe y reivindicó el francés como su lengua materna. Aunque mi padre y yo sólo hablábamos en hebreo, hubo otro lenguaje que aprendí de él: el de las historias. Mi padre tenía talento para ficcionalizar el mundo, sin que su sintaxis funcional y su vocabulario hebreo relativamente empobrecido le supusieran obstáculo alguno. Cuando se levantaba de su sillón para salir de casa, aunque sólo fuera a unos cuantos metros, siempre tropezaba con algún acontecimiento increíble que ocurría, si no en el mundo real, al menos en sus historias. Era como si no pudiera dejar que la realidad lo decepcionara. Por más absurdas que fueran sus historias, siempre tenían alguna base en la realidad. De niña intentaba parecerme a mi padre, no el que contaba historias, sino el que callaba entre historias. Debía superar mi tremendo deseo de hablar. Su silencio me dejaba atónita. Veía en él un signo de nobleza y orgullo. La angustia, el dolor, la tristeza y la añoranza perdían intensidad cuando se experimentaban en silencio. Confiaba en el silencio.
Tengo el vago recuerdo de alguien que en alguna ocasión comentó sobre el mal hebreo de mi padre. Ahora me doy cuenta de que fue en ese momento cuando empecé a comportarme como si hubiera empezado una cuenta atrás y yo tuviera la obligación de alcanzarla. Quería leer todos los libros que pudieran ayudarme a contrarrestar esta vergüenza. En nuestra casa sólo había unos cuantos libros, la mayoría novelas francesas de detectives (Série noire). Aún era una adolescente joven y tenía mi propia credencial de la biblioteca, pero sólo tenía permitido sacar tres libros a la semana. Me propuse sacar libros cuya primera oración no entendiera. Los leía sin leer realmente. Quería que las palabras que desconocía se volvieran mías. Disfrutaba el hecho de que mis hermanas se enorgullecieran de mi lectura. Disfrutaba la forma en que esos libros me hacían compañía, acercándose cada vez más a mí, o acercándome cada vez más a ellos. Me gustaba su tacto, su presencia en mi almohada, la sensación de seguridad que brindaban. Mucho después entendí que me resultaba más fácil leer un libro luego de haberlo tenido algún tiempo en mi compañía. Esto se convirtió en un hábito. Aún compro libros sabiendo que tardaré un rato antes de empezar a leerlos.
Mi lengua materna estaba contaminada. Amordazaba la boca adolorida. Atenuaba el dolor –incluso el de mi madre– con palabras. Más que escuchar el dolor y hablar con él, mi lengua materna lo exacerbaba hablando en su lugar. El hebreo está contaminado. La lengua materna hebrea está contaminada. Fue maltratada para darle a Israel una lengua materna. El hebreo fue convertido en una lengua de colonizadores. Los individuos no hablan su lengua materna; más bien interactúan con otros que la comparten, la usan y abusan de ella. Mientras viviera en la colonia de los colonizadores, mis intentos por librarme de mi lengua materna fracasarían. Quería morderla, ver su derrota después de todo lo que había instigado. Y, sin embargo, sus componentes hebreos me encantan. Amo el lenguaje. Amo a la madre. Durante los últimos años dejé de escribir en hebreo para algún día usarlo de nuevo con una gramática judeoárabe; para poder relatar lo que ocurrió hacia delante y hacia atrás; para despertar de nuevo lo que por tanto tiempo se había descuidado y que se convirtiera en el corazón, la columna y el carro con los que la historia pudiera desatarse de fronteras y patrullas; para que se pudiera conversar en hebreo sobre una historia potencial en geografías no imperiales y temporalidades de reparación.
Mi lengua paterna era un gesto: un gesto de suplantación, otredad, extranjería, multiplicidad, utilidad. También era el gesto de alguien colonizado, desalojado del mundo de sus antepasados e incapaz de encontrar un camino para salir de los mundos sustitutos forjados por los colonizadores. Este gesto de extranjería se repetía en cada lenguaje en que mi padre podía charlar: los distintos lenguajes que hablaban los clientes con quienes interactuaba en su tienda. Disfrutaba su capacidad de registrar palabras en idiomas extranjeros y comportarse como si los hablara: amárico, ruso, español, e incluso yiddish. ¿Habrá hablado árabe en su tienda sin que lo supiéramos? En un principio, la única lengua paterna que podía hacer mía era el gesto. Sin embargo, poco a poco fui trasponiendo su expresión visceral en un lenguaje escrito, antes de usarlo como lengua hablada. Las fábulas de mi padre eran tan poderosas, que aun cuando era evidente que su vida no era tan colorida como sus descripciones, seguían ejerciendo cierta magia. Era una magia que me confería el poder de emigrar algún día de la cautividad de mi lengua materna proclamando: “Soy una judía palestina”.
Cuando mi padre murió, empecé a usar el nombre de su madre, Aïsha, que él me había ocultado. Si bien él sabía que nuestra tradición le ordenaba hacerlo, no me puso el nombre de su madre al nacer; más adelante sugirió que le pusiera a mi hija el nombre francés de su madre, un nombre que no estaba escrito ni siquiera en sus documentos. Una vez que habité el nombre de Aïsha, también pude decir, en la lengua de mis antepasados: “Soy una judía argelina”. Sólo despojándome de estos dos vínculos podrían los aparatos del Estado colonizador asignarme la identidad que habían fabricado y usarla para reproducir su régimen. Desde que mi padre murió, he reunido los fragmentos de un mundo donde la lengua de estos antepasados era más que un gesto. Esto requiere actualizar una historia potencial que rechace el proyecto colonial que moldeó a mi padre –la colonización de Argelia por los franceses y la destrucción del mundo de los árabes-bereber-judíos-musulmanes– y del que me moldeó a mí –la colonización y destrucción de Palestina–. Cuando se piensan como dos historias distintas, el resultado de la primera colonización se vuelve irreversible debido a la segunda y viceversa. Esta lógica disyuntiva implica que yo debería aceptar como fait accompli lo que mi padre –o sus antepasados– no pudo resistir o revertir con éxito. No lo acepto.
La lengua de mi padre incluye el gesto del silencio, discretamente presente, como una cicatriz. Tardé mucho tiempo en entender que la salida de mi padre de Argelia tras la Segunda guerra mundial no fue una elección, como tampoco lo fue su decisión de ocultar su identidad judeoárabe al conocer a mi madre y al optar por permanecer en la colonia sionista. En un mundo imperial, la noción de elección oculta lo que a menudo es una tabulación de alternativas fabricadas por el imperio para encubrir sus propios crímenes. ¿Por qué habría querido mi padre regresar a Argelia, donde sus adorados colonizadores franceses (por quienes más tarde pelearía) lo enviaron a un campo de concentración, sólo para descubrir que allí no era ni francés ni argelino? ¿Por qué habría querido ser un inmigrante norteafricano en Israel a fines de los cuarenta donde los árabes eran satanizados como el enemigo? ¿Qué mujer sabra en su sano juicio habría querido desposar a un inmigrante norteafricano –poco después de que los árabes fueran expulsados de Palestina–, sobre todo si ella misma podía camuflar su origen sefardí tras su cabello rubio y ojos verdes? Cuando alguien se refería a él como argelino, mi padre se sentía injuriado; cuando se referían a él como francés, se sentía halagado. Evitaba la compañía de otros inmigrantes norteafricanos y cuidaba que no se le identificara con ellos. Era un extranjero en la sociedad israelí y evitaba los caminos que ésta le ofrecía a la asimilación. La experiencia de la extranjería era solitaria.
Mi madre a veces ponía una cinta que fue grabada en 1972 durante un viaje familiar a Ashdod. Yo tenía nueve años. Mi padre iba manejando. Mi madre iba sentada junto a él. Mi hermana menor y yo íbamos en el asiento trasero con nuestra abuela materna. Yo sostenía el micrófono. A diferencia de otras cintas que mi familia había dejado desaparecer con el tiempo, ésta la había conservado porque contenía la voz de mi abuela materna un día antes de que sufriera una apoplejía y falleciera. Cuando la escuché, supuse que la mujer con el pesado acento –¿era búlgaro?, ¿ladino?– era mi abuela. No la recordaba así. Su rostro blanco de porcelana y su cabello negro se conservaban sin voz en mi memoria, como las voces se borran de los álbumes de fotos. Otras voces de esa cinta también sonaban desconocidas. Escuchaba cómo la niñita en el auto –yo– imploraba a los demás una y otra vez: “¡Hablen conmigo!”. Al escuchar de nuevo, me asombró cómo podía condensar los problemas de toda mi vida en esas dos palabras: “¡Hablen conmigo!”. La niñita cuya voz sonaba en la cinta, riendo y protestando, me recordaba que mi interés intelectual en el drama del lenguaje y el silencio –relacionado con cuestiones de propiedad, expropiación, pertenencia, capacidad de respuesta, formación, pronunciación, extranjería, soledad, ansiedad, desempoderamiento, traición, silencio, obliteración, compatibilidad e inmigración– estaba precedido por un acto escrito en el cuerpo. Desde que la escuché, he puesto la cinta en el tocacintas muchas veces, pero no me he atrevido a pulsar de nuevo el botón de PLAY.
El gesto del silencio se escondía en mi cuerpo como un código genético antes de que intentara emigrar de mi lengua materna. Pasaron muchos años antes de que me diera cuenta de que incluso mi madre, cuyo discurso encarnaba la identidad colectiva israelí, emigraba de él buena parte del tiempo que pasaba en nuestra sala. Allí, mientras yo no la provocara, se olvidaba de él y de sus responsabilidades al respecto. Con su esposo, mi padre, podía permitirse durante breves momentos aceptar su propio distanciamiento de los israelíes, participar en la ceremonia del aperitivo nocturno de mi padre, entregarse a su propia costura, soñar con la mansión de su familia en Sofía, y extrañar a su madre, cuya extranjería nunca la avergonzó.
Cuando le preguntaba a mi madre sobre la lavandera palestina que había trabajado en casa de los abuelos maternos en Rishon LeZion (quien debió de haberle enseñado a mi madre la impresionante cantidad de palabras árabes que conocía), o cuando indagaba qué pensó cuando los trabajadores palestinos que trabajaban en el naranjal del abuelo no fueron a trabajar, me topaba con la figura unidimensional de una sabra. La voz de una nación surgía de su garganta en el lugar de la mujer que nos criaba buena parte del año. Hablando con voz nacionalista, mi madre buscaba disipar mis inquisiciones, rectificar mi camino y recalibrar mi visión hacia una perspectiva ventajosa desde la cual se esperaba que yo, también, ignorara los crímenes que habían ocurrido. Mi madre me tachó de rebelde el día que empecé a indagar sobre Palestina. Dejó de hablarme como una madre le hablaría a su hija. Mi acto de herejía abrió un abismo vasto y doloroso entre nosotras. Sólo después de su muerte me di cuenta de que cuando me acercaba a ella con disputas, viéndola exclusivamente como la encarnación de un personaje sabra, sin querer le confería a este personaje más poder del que realmente tenía sobre ella. Podría haber socavado su poder si hubiera permitido que la sensación de distanciamiento de mi madre se abriera camino. Aún creo que esa sensación de distanciamiento la protegía del dolor de haber perdido el paisaje de su niñez: los personajes, las costumbres, las formas de vestir y los sabores de la vida de su amada ciudad, Rishon LeZion donde, hasta la fundación del Estado, árabes y judíos se entremezclaban. Desde el momento en que mi madre cumplió 18 años y Palestina quedó arruinada, un lenguaje hueco de independencia buscó hacer de esta destrucción algo irreversible y sustituir ese dolor y esa pérdida. Me niego a creer que los judíos palestinos, los que aún no eran sionistas comprometidos, no sintieran ni dolor ni pérdida cuando este lenguaje tomó el control.
Si le hubiera preguntado a mi madre sobre esta sensación de distanciamiento, su parte sabra habría quizá negado su existencia; habría callado por miedo lo que no podía compartir, como si yo fuera una traidora que convertiría sus palabras en un testimonio de algo que debía ocultarse. Su sensación de distanciamiento ejemplifica la pérdida que algunos judíos experimentaron cuando Palestina, la tierra de la cual mi madre declaraba con orgullo ser nativa, se vio repentinamente arruinada, y sus habitantes árabes fueron evacuados y sustituidos por otros que fueron impuestos como familiares. Me niego a creer que mi madre no reconociera la catástrofe que ocurrió, aún cuando se viera tentada a adoptar la historia hegemónica que la justificaba y obligada a negar su significado. De no haber delineado los contornos de su distanciamiento, no habría podido desaprender mi lengua materna y recurrir a la lengua de mis antepasados para enunciar una historia potencial de Palestina basada en el regreso incondicional de los palestinos y todos sus descendientes. Puedo escuchar a mi madre diciéndome en ladino que extraña los “ojos negros” de la lavandera, su acento musical, y el sonido especial que producía cuando de niña enrollaba su nombre en la lengua: “Zehava”. Quizá se detuviera por un segundo y agregara: “También extraño el toque de su mano cuando acariciaba mis rizos dorados y me levantaba en sus brazos”. A partir de ese punto, la conversación empezaba a fluir y recuperaba vitalidad. Mi madre se iluminaba y se convertía en una persona que no debía esforzarse por encubrir las acciones de los sionistas que también la traicionaron al destruir Palestina, el lugar a donde su abuela paterna inmigró a fines del siglo XIX, no como sionista.
Cuando uno está rodeado por un silencio estruendoso, las palabras “hablen conmigo” expresan un anhelo por el acto de habla. Cuando uno está rodeado por el crujir del habla, las palabras “hablen conmigo” imploran que se acabe con el discurso existente. El habla enunciada por aquellos cuyas voces han sido asimiladas en la voz de la nación, el habla que no está dirigida a un conversador no es un habla. “Hablen conmigo” requiere tanto un acto de habla como un acto de silencio.
De hecho, la súplica “hablen conmigo” era una súplica para que me hablaran. La súplica era una exigencia de tiempo, una exigencia de que no me abandonaran mientras intentaba cerrar el hueco entre las palabras y el cuerpo. La súplica no intentaba borrar lo que estaba plasmado en el cuerpo, sino sólo exponer el cuerpo al aire, centímetro por centímetro, mediante el discurso directo, un discurso dirigido a mí, hacia el cuerpo, restaurándolo por medio de la lengua, de modo que la palabra y el cuerpo pudieran reconectarse. Los signos plasmados en el cuerpo no pueden quitarse, aunque a menudo no tienen un contenido específico. Inducen procesos de negociación dentro del lenguaje.
Sin embargo, uno puede rechazar los significados que ofrecen los signos y decir: “no, gracias”; seguir buscando otros, aunque nos tome mucho tiempo. “No, gracias, no me interesa escribir sobre la identidad mizrachi”. Si me interesara, nunca habría podido desaprender lo suficiente como para decir que soy una judía argelina. “No, gracias, no me interesa olvidar que soy una mujer mizrachi o desatender su racismo hacia otros y hacia mí.” Si me interesara, nunca habría podido desaprender lo suficiente como para decir que soy una judía palestina.
Nota del autor: Un texto que escribí en 2003 podría considerarse, de cierto modo, un primer borrador de éste (incluido en Hazut Mizrahit, eds. Yigal Nizri y Tal Ben Zvi). Hace una década, tras la muerte de mis padres, reescribí ese primer texto. Ahora, casi una década después de abandonar la colonia sionista, quise abordar de nuevo la pregunta de qué implicaría revertir la destrucción imperial del mundo judío-musulman tras ocho años de no escribir en hebreo. Me di cuenta de que mi trabajo en torno al mundo de mis antepasados genera un trastocamiento que no permite el proceso de reescribir, sólo el de escribir de nuevo, el de escribir un texto distinto.