Los poderes colonizadores y globalizadores llevan los últimos 500 años de blanquitud ilustrada moderna ejerciendo una soberanía más bien confusa y paradójica. Al tiempo que se hacen pasar por naciones respetuosas de la soberanía westfaliana, sus deseos imperiales y sus henchidos mercados capitalistas se han apoderado de tierras en otros países. Han obligado a numerosos pueblos indígenas a migrar a reservas carcelarias o a una condición de esclavitud globalmente dispersa. Dentro de sus fronteras nacionales han creado formas desiguales de soberanía doméstica mediante la discriminación o el apartheid y han utilizado diferenciadores de poder para excluir y explotar. Si bien defienden un derecho a circular el trabajo y los bienes a nivel global, cuando se les pide que reciban a migrantes que enfrentan situaciones de riesgo en otros lugares, afirman ser simples naciones delimitadas con derechos patrióticos a la pureza xenofóbica. Cuando se alían, las naciones también se pertrechan como los superpoderes imperiales de la Guerra Fría, que amañaban el juego para poner en desventaja a los países no-alineados. Y, en ocasiones, estas naciones modernas también han librado guerras en base a creencias premodernas o deseos primitivos de dominio y conquista.
Es sólo en pocas ocasiones que estas soberanías traslapadas y contradictorias devienen en un grupo de naciones y, al mismo tiempo, ocupan el centro de atención como un archipiélago de zonas asediadas de muchas formas distintas. Hay zonas libres, zonas de excepción, donde poderosas compañías gozan de oportunidades para beneficiarse sin trabas, obteniendo mano de obra barata de todo el mundo. Y luego están sus contrapartes en los campos de concentración, los campos de refugiados o las reservas indígenas. Los restos del apartheid sudafricano o de las leyes Jim Crow en el sur estadounidense, la Palestina ocupada, la Ucrania bombardeada por el ejército ruso, también se suman a las innumerables zonas convertidas en guetos debido a cualquier cantidad de razones.
Sin embargo, para contrarrestar las fuerzas colonizadoras, esclavizadoras y genocidas que oscilan entre las soberanías, sus víctimas en estos focos locales de hostilidad también requieren de formas excepcionales de soberanía con poderes a la vez locales y remotos.
A menudo, el grupo atacado encuentra la forma de fortalecerse desde dentro. Pensemos en unos cuantos ejemplos. En el sur de los Estados Unidos, los negros se unieron en colonias libres ubicadas en granjas cercanas para ponerse a salvo, y desde fines de la guerra civil hasta la actualidad, los líderes y organizaciones negras han fomentado varios tipos de cooperativas para organizar la tierra, el comercio y la comunidad como medios de supervivencia. Los activistas palestinos invocan el sumud o conciencia comunal.1 Tras la reciente invasión rusa, las ciudades ucranianas han ideado redes cooperativas utilizando varias instituciones flexibles como centros de distribución de todo tipo de cosas, desde comida hasta centros de atención para la salud mental.
Estas formas internas de cooperación y mutualismo también aspiran a convertirse en formas globales de soberanía para enfrentar a los poderes opresores. Desde fines del siglo XIX, W. E. B. Du Bois, la Asociación Universal para el Mejoramiento del Hombre Negro, creada por Marcus Garvey, y una serie de cinco conferencias panafricanas internacionales entre 1900 y 1945 apoyaron la exigencia de una soberanía trasnacional especial para los negros, a quienes la esclavitud ya había obligado a una diáspora global. El nacionalismo negro, asociado con la Nación del Islam o el Movimiento de acción revolucionaria, exploró el Estado dentro del Estado, el Estado separatista, y el “nacionalismo comunitario”.2 A fines de los años sesenta, la República de Nueva Áfrika incluso demandó una nación contigua independiente conformada a partir de los estados sureños en secesión. La solidaridad entre los movimientos panafricano, tricontinental y por los derechos civiles combinó soberanías trasnacionales e hizo circular a activistas por todo el mundo. De igual forma, una diáspora palestina lucha por un territorio altamente situado y cada vez más reducido en Medio Oriente, al tiempo que ocupa y activa redes de activistas a nivel mundial. La lucha dentro de Ucrania se transmite vía Zoom desde la intimidad de los hogares en la zona de guerra a otros grupos alrededor del mundo que ofrecen apoyo de todo tipo. Sin importar cuáles sean las restricciones de la situación local, la red más amplia nunca puede desconectarse del todo.
Entonces existe un bien común local —territorios compartidos o condiciones socioeconómicas o sociopolíticas dentro de las cuales aliarse—, así como lo que la socióloga Mimi Sheller llama “comunalización móvil”: una red de circulación compartida que puede extenderse desde la escala local hasta la global.3 Esta red puede ofrecer lo que la politóloga Margaret E. Keck y la defensora de derechos humanos Kathryn Sikkink llaman un “efecto búmeran”, o una forma de obtener ventajas para presionar desde múltiples entidades políticas.4 Un archipiélago local unido a un bien común de movilidad, que logre eludir la hostilidad local circundante y que ofrece capacidades para crear otro tipo de solidaridad o soberanía especial.
Para enfrentar las fuerzas de la colonización, capitalización y globalización, existe un bien común discontinuo, con soberanías situadas y localmente amenazadas, pero que al mismo tiempo se movilizan y atomizan dentro de otros medios. Esta solidaridad polifónica que ahoga los himnos nacionales tiene un mensaje que no puede reducirse a un sólo lugar o alianza, sino que se ve fortalecida por su naturaleza atomizada, móvil y diversa. Este activismo transnacional, que lleva mucho tiempo circulando en la literatura, música popular, ropa, carteles gráficos, periodismo y manifestaciones de disensión, podría ahora dar incluso un paso más.
A estas formas especiales de soberanía se suman las asociadas con la indigeneidad. Recientemente, este término se ha utilizado para llamar a la acción en múltiples situaciones alrededor del mundo, allí donde el colonialismo de ocupación ha desplazado a los pueblos indígenas. La indigeneidad ha sido invocada para describir la situación palestina, en parte porque detona protocolos de gobernanza adicionales, al tiempo que une fuerzas con múltiples luchas.5 Resuena en las redes globales de los zapatistas, que ofrecen otro modelo de soberanía atomizada. Por su parte, al explicar la diáspora negra provocada por la esclavitud o las migraciones causadas por otros conflictos, Saidiya Hartman sugiere que la indigeneidad también puede referirse a “una cierta forma de habitar el territorio o a una relación con la tierra”. La indigeneidad podría estar ya conformada, sin ninguna relación con un “reclamo político”. Puedes ser indígena sin importar dónde estés, sin necesidad de un “derecho por nacimiento” porque, como los esclavos que viajaron con semillas en el cabello, tienes una relación con la tierra que no se considera una posesión.6
Más que formar parte de un mito monolítico, este conocimiento indígena es a la vez específico y de la tierra en toda su extensión. Anna Tsing apunta que la indigeneidad está asociada con las “retóricas de la soberanía; las narrativas de la autonomía pluriétnica; [y] el cuidado del medioambiente”. Y si bien sólo existen definiciones contradictorias de la indigeneidad, Tsing observa que, “en contraste con los universales de la Ilustración, la política indígena internacional inaugura una política global en que la inconsistencia y la contradicción se convierten en nuestras principales ganancias. [...] Sin embargo, las victorias indígenas dependen de la discordancia entre los derechos universales y los legados culturales locales, la ciencia experta y los conocimientos locales, la justicia social y la precedencia comunal”.7 Esta inconsistencia se alinea con la “diseminación” [patchiness] que Tsing y otros académicos usan para reformar ciertas nociones de antropología.8
Quizá el marco de un bien común discontinuo, aunado a este amplio marco de indigeneidad, comience a dar forma al fundamento de una soberanía planetaria cuyo alcance supere al de la soberanía internacional. El adjetivo global suele utilizarse en relación con organizaciones modernas y totalizadoras, que abordan la gobernanza más allá de las naciones. Los sueños de un nuevo orden mundial como una plataforma singular, con un lenguaje ideológico consagrado, suelen verse como esenciales para la solidaridad. Sin embargo, al contrarrestar la mente blanca/moderna/ilustrada que dicha concepción reproduce —una mente que anhela males únicos y soluciones únicas—, la solidaridad planetaria podría involucrar objetivos compartidos que aborden respuestas extremadamente particulares y situadas. Si lo global tiende hacia lo universal, lo planetario tiende hacia lo mutuo, lo disperso y lo parcial; un mundo discontinuo no puede desmenuzarse en una partícula elemental ni organizarse en torno a una sola ideología.
Al forjar su propia supervivencia, las víctimas de la blanquitud y la estupidez han dado forma a una lógica contraria a los últimos 500 años que ofrece formas de supervivencia para muchos. Un cambio hacia la solidaridad planetaria coincide con una evidente oportunidad práctica de generar acciones políticas no nacionales para combatir el cambio climático. Acoge una diáspora: una distribución de conocimientos particulares, así como un intercambio a través de océanos y continentes; revierte las expectativas asociadas con las formas conocidas de soberanía; rastrea formas de letalidad distintas a las de la guerra. Es el despliegue global de la fuerza de trabajo, la ciencia y la logística en una no-guerra que no involucra invasiones, sino migraciones estratégicas e intercambios temporales que reclutan conocimientos para la supervivencia.
La solidaridad planetaria lucha por otro tipo de tierra que no sea una posesión que no esté delimitada. Esa tierra tiene más de 80 km de espesor y está llena de atmósferas y sólidos. Se inunda y se incendia, y sus atmósferas se mueven en frentes arremolinados que no responden a demarcaciones de propiedad ni de soberanía nacional. Filtran y llenan contornos no geométricos de manera volumétrica. Se acercan sigilosamente por detrás. No pueden confinarse. Lejos de verla como algo mágico o sentimental, una posición empírica, científica y política trata a la tierra como parte de una interacción con efectos remotos sobre los que se puede trabajar con múltiples agentes desde múltiples posturas dentro de la diáspora.
Empero, expandida de manera aún más fundamental, esta voz diseminada y polifónica asume otra parte del discurso desde los hábitos nominativos de la mente moderna dominante. El sustantivo se convierte en verbo. La política no puede nombrarse del todo. En lugar de ser algo que se declara, es algo que se lleva a cabo. Los manifiestos ideológicos no organizan comportamientos inamovibles. No se anhela algo único, un mal único y una solución única. El bien común no es una sola cosa que se comparte. No existe una homeostasis equilibrada. Tal vez se trate más bien de una mediación entre diferencias múltiples —los potenciales y posibilidades relativas de combinación que existen cuando debe haber un encuentro entre lo distinto—. Las diferencias generan desequilibrio e interdependencia dentro de los grupos. La política no se trata de una declaración, sino de las disposiciones dentro de los grupos, de la proliferación de mezclas vivas e interactivas entre lo humano y lo no humano, entre lo orgánico y lo no orgánico.
Lo incompleto y la interdependencia reflejan ecologías múltiples, aunque también pueden fortalecer el activismo político en tanto desacuerdo. Para enfrentar una gama de males, existe una gama de posibilidades regenerativas para ser humano que no cosifica automáticamente las humanidades conocidas. Una solución no sustituye a la otra —enfoque que continúa atrapado en la mente ilustrada moderna—. Por ejemplo, más poderoso que sustituir el capital con otro sistema único, podría ser abrumarlo con múltiples formas de intercambio. Pero la solución única o la ideología redentora también facilita mucho las cosas para las superbacterias políticas que sobreviven revolviendo ideologías y cosechando lealtades a partir de binarios violentos. Al fortalecer la determinación y la resistencia, en lugar de suavizarlas, una postura activista dejaría de alimentar los binarios violentos de la superbacteria, para más bien mantenerla hambrienta y desorientada con numerosos blancos en movimiento. Es la disensión quien elige considerar la interacción de muchos dilemas, desde el social hasta el medioambiental. Este registro de disposiciones, esta disensión en otra parte del discurso, encuentra la solidaridad planetaria en la diferencia y el desacuerdo.