El 16 de julio de 1990, Liliana Rivera Garza, mi hermana menor, murió asesinada en la Ciudad de México. En el lenguaje legal de la época, con el cual se escribió la orden de arresto contra Ángel González Ramos, exnovio de mi hermana, el crimen que había sido descrito primero como un homicidio calificado, por el cual se pagan hasta 20 años de cárcel, quedó consignado como un homicidio simple, al que le corresponden entre uno y seis años de prisión. Los rumores de entonces se encargaron de propagar la historia consabida del hombre enamorado, de hecho: obsesionado, incapaz de tolerar la creciente libertad de la novia, especialmente su rechazo a continuar con la relación; se “salió de sus cabales” y cometió así un acto de violencia del que pocos lo creían capaz. Las baladas románticas de fines de siglo XX le daban la razón: los celos, la posesividad, incluso el control sobre la conducta de la pareja, eran vistos como componentes inescapables de la vida cotidiana, si no es que celebrables como evidencia del sentimiento amoroso.
No fue sino hasta 2012, cuando la figura del feminicidio entró en el Código Penal de México, que el mismo hecho pudo finalmente ser nombrado formalmente como feminicidio: el crimen que se comete cuando se asesina a una mujer por el hecho ser mujer. El término, ya en uso en las calles, donde se sucedían marchas de mujeres clamando por justicia, o en las sobremesas de los deudos, puntualiza, al menos desde los años noventa, el asesinato sistemático de mujeres que pone en evidencia la letalidad de las desigualdades estructurales de género. Entre ese verano de 1990, cuando mi hermana fue arrancada de nuestro lado con lujo de violencia, y este verano del 2022, la conversación sobre la violencia que aqueja a las mujeres ha dado un giro radical, tornándose en uno de los tópicos más urgentes de nuestros tiempos. Pero, ¿de qué hablamos cuando hablamos de feminicidio? De más importancia aún: ¿cómo hablar acerca del feminicidio sin caer en las trampas de las narrativas patriarcales y, al contrario, multiplicando las gramáticas sociales alternativas a su dominio?
Decía Karl Krauss que no hablamos para que se nos entienda, sino porque se nos entiende, sugiriendo así que toda conversación es ya la consecuencia, y no la causa, de una comprensión mutua. Hablamos entre nosotros porque existe, de entrada, ese nosotros que nos permite salir del embrujo del sí mismo y encontrar a los otros. Hablamos porque un lenguaje en común nos vuelve inteligibles los unos a los otros, es decir, porque nos entendemos, cosa que no necesariamente significa que estemos de acuerdo. De hecho, aunque parece estable y a veces da la apariencia de ser neutral, el lenguaje es un campo de acción que no desconoce la relación desigual de fuerzas, el conflicto, el disenso y la vociferación. Hay, después de todo, nombres que pesan más que otros; formas de enunciar que son más o menos extendidas de acuerdo a una gramática social que atraviesa y es atravesada por férreas jerarquías de clase, raza o género; formulaciones que ponen en entredicho lo que de otra manera pasa por ser la normalidad. Cuestionar eso que parece dado, el territorio mismo que hace posible la conversación en primer lugar, no solo implica arriesgarse a volverse ininteligibles para los otros, sino también, acaso y sobre todo, lleva consigo la posibilidad de inaugurar un nuevo nosotros. Tal vez por eso haya sido tan arduo y sea a la vez, definitorio para el aquí y ahora, llevar a cabo una conversación amplia y precisa, compleja y digna, acerca del feminicidio.
Es muy difícil contar historias de feminicidio en el lenguaje patriarcal que no solo tergiversa u oblitera la violencia de género, sino que, en primer lugar, también la produce. La literatura mexicana moderna ha recogido una plétora de referencias a la violencia contra las mujeres que la crítica especializada, sin embargo, decidió pasar de largo en su afán de mantenerse en el campo de lo estrictamente literario, actuando así de manera similar al Estado que, por mucho tiempo, arrinconó la violencia doméstica al ámbito de lo privado. En “El huésped”, el cuento más leído de Amparo Dávila, un marido manipulador, experto en lo que ahora se denomina el gaslighting, atormenta a su mujer imponiéndole un extraño visitante en su propia casa.1 Las referencias oblicuas (y no) a agresiones contra mujeres abundan en la producción de Elena Garro, y para ejemplo bastan las ofensas tanto psicológicas como físicas que ejerce sobre Laura su marido controlador en “En la culpa es de los tlaxcaltecas”.2 Muchas de las escenas mas inquietantes en la literatura de Inés Arredondo parten de la desigualdad estructural entre los géneros, los cuales dan pie, como en el cuento de “La sunamita”, a matrimonios impuestos y relaciones abusivas, de un erotismo macabro.3
Pero tal vez el alegato literario más explícito contra la violencia de género se le deba a la chilena Inés Echeverría, quien en 1934 publicó Por él, la novela en la que describe el asesinato de su hija Rebeca Larraín Echeverría a manos de su yerno, Roberto Barceló Lira.4 Sirviéndose de su experiencia personal, pero también de textos de la víctima, recuerdos de testigos, y documentos legales, Echeverría compuso un libro que es a la vez gran literatura de la época y denuncia, acusación explícita en contra del depredador y alegato en busca de justicia. La historia que devela este libro resuena dolorosamente con las historias de hoy: el noviazgo que se transforma en matrimonio, en el que la desposada va sufriendo en silencio formas cada vez más variadas de maltrato psicológico que pronto dan pie a agresiones físicas. El aislamiento de su familia, el hostigamiento económico y las infidelidades van diezmando la voluntad de la víctima, quien, imposibilitada de contar su historia conforme va ocurriendo, la escribe de forma fragmentaria pero constante en su diario. La violencia doméstica crece, se multiplica como un virus por toda su casa, hasta el momento en que, ante la súbita resistencia de la víctima contra una nueva vejación, el marido termina matándola de un balazo por la espalda. Lo que acontece después debe resultarle conocido a los deudos de víctimas de feminicidio de tiempos actuales: la familia del asesino que cierra filas para protegerlo, negando los hechos o restándoles importancia, subsumiéndolos al coto de lo privado o registrándolos como acciones extraordinarias, una repentina pérdida de control, tan lamentable como inexplicable, que amerita comprensión y no castigo. La atención generada sobre el caso, así como las conexiones familiares de Echeverría, hicieron posible la pena ejemplar, el fusilamiento, contra el asesino. Pero la narrativa del crimen pasional, que le ha servido al patriarcado para legitimar la violencia feminicida, culpando implícitamente a la víctima y exonerando al perpetrador, ha sido singularmente efectiva en justificar, y luego entonces, proteger al criminal, atenuando las sanciones o, incluso, ayudándolo a evadir el alcance de la ley.
Se les denomina crímenes pasionales, primeramente, porque existe, entre depredador y víctima, un vínculo amoroso. La narrativa oficial, que se encuentra en el lenguaje legal al menos desde el siglo XIX, se cumple de forma cabal cuando el asesino se “sale de sí” o deja de ser “dueño de sus actos” por encontrarse bajo el influjo de una pasión desatada que se relaciona, en forma de causa-efecto, con conductas de la víctima. Lisette Rivera, estudiosa de la historia de los crímenes pasionales en México, ha confirmado que, a la vuelta del siglo XX, “jueces y abogados solían justificar el uso de la violencia ejercida por el hombre hacia la mujer en el seno familiar, sobre todo si se argumentaba haber apelado a su derecho de corrección para reprender alguna conducta desafiante o equívoca de la cónyuge o amasia”. También es un hecho comprobable que “la aplicación extrema de la violencia se consentía cuando se le agregaba el elemento del honor”.5
Saydi Nuñez, quien investiga la historia de los crímenes pasionales en México de 1929 a 1971, también ha constatado que los castigos penales contra los hombres que asesinan mujeres han sido históricamente menores cuando hay inmiscuidos motivos de honor y/o de pasión, contribuyendo así a justificar y legitimar el maltrato de las mujeres.6
Los que cuentan historias de feminicidios sin cuestionar el tropo del crimen pasional suelen centrar la atención de sus tramas en las acciones del perpetrador, creyendo que es en su psicología compleja o en las oscuras motivaciones individuales de su “arrebato” donde se encuentra la raíz del crimen. Estas narrativas, que han dominado por igual las películas hechas en Hollywood, las novelas sobre asesinos de mujeres o el habla pública a través del rumor, descartan de antemano la voz o la experiencia de la víctima, utilizándola, cuando llegan a hacerlo, como una especie de leit motiv escandaloso que pronto desaparece de sus historias. En los raros casos en que la trama las acoge, por otro lado, abundan los estereotipos de la mala mujer, la mujer con pasado, que por separarse de sus obligaciones de género incita o provoca su propio asesinato. Así, invisibilizando a las mujeres, estereotipándolas, eliminándolas de las historias justo como han sido eliminadas ellas de la vida, contribuyen a la justificación y legitimación del clima desatado de violencia que pensadoras como Rita Segato no dudan en calificar de una guerra contra las mujeres.7 Por eso, la incorporación de la voz y la experiencia de las mujeres no es un asunto menor, ni una cuestión de mera temática, sino uno que requiere la revisión radical de las narrativas patriarcales tanto legales y sociales como literarias.
Ahí donde las narrativas que todavía creen que la violencia contra las mujeres es un asunto extraordinario, regido por arrebatos de celos o pasiones varias que, de otra manera, no caracterizan a la personalidad del hombre en turno, las narrativas feministas han subrayado el carácter estructural y sistemático de esta violencia, dejando en claro que los asesinatos de mujeres pueden aparecer a primera vista como de naturaleza pasional o emotiva, pero son en realidad cuestiones estructurales de poder. Hace falta pues, dejar de atender a las motivaciones del depredador, y cubrir con mayor atención los vectores de poder que emergen y crecen en la vida cotidiana, los cuales colocan a las mujeres en posiciones de fragilidad, exponiéndolas al peligro. Los cuentos de Dávila, Arredondo y Garro, entre muchos otros, dan cuenta de la miríada de actos que conforman los pactos masculinos, corroyendo las relaciones familiares desde dentro, en un crescendo continuo. El violentómetro, una forma de medir la violencia doméstica elaborada por expertas del Instituto Politécnico Nacional, corrobora que el feminicidio es la forma más letal y extrema de una serie de violencias cotidianas que crecen poco a poco, ante la vista indiferente, o de plano indolente, de todos. Dirigir la atención hacia la experiencia de la víctima incorporará a nuestros relatos esa plétora de escenas mínimas y escalofriantes a través de las cuales se cumple la ley patriarcal—una máxima que no ha dejado de dictar lugares estructuralmente disimiles para hombres y mujeres en la sociedad. El lenguaje patriarcal ciertamente cubre y encubre tanto al feminicidio como a sus perpetradores, por eso nos toca a nosotras formular otro punto de partida, otra manera de hablar, es decir, de volvernos inteligibles los unos a los otros. En otras palabras, para hablar de feminicidios hay que vérsela con ese otro lenguaje que descubre los modos de la violencia y reclama para sí, y para todas, el cumplimiento cabal de la justicia y la transformación radical de lo que nos rodea y nos constituye. Nada más, pero tampoco nada menos.