En el texto Las condiciones del arte contemporáneo (2013)1 Alan Badiou propone que el “arte contemporáneo” se delimita a partir de sus divergencias con respecto al “arte moderno” y que debemos preguntarnos si esa divergencia involucra una diferencia sustantiva tanto con respecto a la propia idea de arte como a sus estrategias de constitución y aparición. Como conclusión afirma que “…el arte contemporáneo va a combatir la noción misma de obra (…) En el fondo, el arte contemporáneo es una crítica del arte mismo, una crítica artística del arte. Y, esta crítica artística del arte, critica ante todo la noción finita de la obra”. Esta divergencia entre el “arte contemporáneo” y el moderno involucra un cambio esencial gracias al que tanto el lugar que ocupa la “obra de arte” en el entramado socio-político, como la propia definición de “obra de arte”, se modifican.
El arte moderno se propone a partir de una idea de arte dominada por paradigmas epistemológicos y/o expresivos, en la que la “obra” concreta un ejercicio libre de la subjetividad que “abre mundo” operando críticamente. Por el contrario, el arte contemporáneo se propone a partir de una idea de arte dominada por paradigmas políticos y/o relacionales, en la que la “función crítica” se concreta al incorporarse la “obra” en una situación específica produciendo distinciones, reacomodos y reconfiguraciones de lo dado que generan narrativas divergentes y mecanismos tangenciales de intervención. Esta modificación tiene que ver con los grandes cambios culturales e inquietudes que marcan el mundo contemporáneo: los avances tecnológicos (fotografía, cine, redes de información), las carencias que aquejan los modelos civilizatorios, la diversidad cultural y el surgimiento de la pregunta por lo humano del hombre.
Mientras que en el arte moderno la obra es un “objeto” autónomo, determinado por sus cualidades formales y expresivas, en el contemporáneo la obra es un “evento” determinado por las fisuras que puede originar en los discursos o estamentos culturales. Esta mutación es el resultado de que el “arte contemporáneo” intenta fortalecer su inscripción en los sistemas y discursos que constituyen la realidad, y lo hace en dos sentidos: superando los problemas que derivan de la concepción moderna de arte (especialmente de la “autonomía” que la fundamenta) y, por la otra, contribuyendo simbólicamente con la instauración de “lo común”, de unos espacios de participación pública fundados en la comparecencia y no en la identidad.
Pareciera que este mundo de imágenes, discursos y redes, con sus incesantes cambios, ha abierto una escena para que los artefactos artísticos operen como una trama de disposiciones y potencialidades imbricadas en la esfera pública –en el espacio de “lo común”-, gracias a las que los contextos adquieren “otras” significaciones. Es esta condición relacional la que hace que el performance y la instalación sean las “obras” características de la contemporaneidad: “obras de arte” transitorias que, desde la interconexión de múltiples elementos, actúan como “cuerpos” de interrogantes y vínculos. Asistimos a una reconfiguración de lo que las elaboraciones artísticas son -y se proponen ser- que persigue afianzar el lugar crítico y de “apertura de mundo” que posee, desde la modernidad, lo artístico en el cuerpo social, en el entramado cultural. De modo tal que las divergencias ocurren para que las “obras” puedan seguir siendo necesarias en el orden cultural, su transformación afirma una esencialidad. Uno podría entender esta transformación como un “proceso de resiliencia” que le permite a la praxis artística –al decir y al hacer de la sensibilidad- constituirse como un sustrato reflexivo y crítico para los procesos de significación. Es más, uno podría aventurar que quizás algo similar sucedió con la aparición del “arte moderno” que re-configuró su propia concepción y aspiraciones para encontrar su nicho en los nuevos órdenes perceptivos y epistemológicos que surgen a partir de la revolución industrial.
Los procesos de resiliencia tematizan esa capacidad que poseen los hombres y las sociedades, las culturas, para superar situaciones adversas, transformándose y logrando que los inconvenientes no sólo los fortalezcan sino que les permitan también recuperar sus deseos, sueños y logros. A saber, permiten “experimentar las heridas” convirtiéndolas en “espacios de significación” sin obliterarlas o negarlas. Funcionan para comprender la plasticidad humana sin necesidad de reducirla a procesos “ideológicos” -referente a conceptos o esquemas ideales- sino entendiéndola como procesos “ecológicos” que aluden a organismos, cuerpos y materialidades, que da cuenta de experiencias.
Dado los múltiples y radicales cambios políticos, sociales, ambientales y tecnológicos que han alterado el paisaje cultural y existencial del presente, los procesos de resiliencia están siendo abordados desde diversas disciplinas y campos del hacer humano. La mayor parte de las aproximaciones que se realizan desde las artes a la resiliencia son de carácter “terapéutico”, a saber, apuntan hacia la capacidad que tienen las obras de arte para nombrar y figurar las heridas y traumas individuales o sociales, permitiendo que se reflexione sobre ellos. Sin embargo, como he intentado mostrar, al interior mismo del espacio de las prácticas artísticas se pueden descubrir esos procesos, reconociéndolos como mecanismos y estrategias de constante reconstrucción y restauración, de “re-creación”.
No obstante, es válido preguntarse por qué hacer este tipo de acercamiento entre el arte y los procesos de resiliencia, una conexión que pudiera parecer arbitraria y forzada. Es una correspondencia pertinente dado que esa “vocación” política del arte contemporáneo que lo anima a incorporarse efectivamente al entramado del mundo es el resultado de que el arte moderno, en la conquista de su autonomía, se separó radicalmente de los espacios cotidianos, del “mundo de la vida”. Reconociendo esa herida: la de un arte que se instala como “ámbito separado y autónomo”, en la escena contemporánea las obras de arte han asumido “lo político” como un ejercicio desde el que entregarse al mundo abriendo con él, y en él, espacios de comparecencia desde los que “imaginar” y “ensayar” el “ser-con”, el “ser-entre-todos”, un tipo de articulación humana que no requiera para concretarse de una “identidad común” ni de una “universalización de lo propio”. Este es el carácter relacional de las obras de arte contemporáneo –su cualidad crítica-, porque “ensayar” el “ser-entre-todos” implica establecer múltiples sistemas de conexiones con distintos discursos y artefactos, con diversos hechos e ideas, de modo tal que la “obra” se realice como una re-configuración de ellos. Requiere de la historia del arte a la que alude y con la que dialoga, también de los contextos sociopolíticos en los que se exhibe o a los que refiere, de la memoria cultural y la interpretación, exige que los espectadores sean “participantes” y autores.
El “evento” que es cada obra se establece como una comunidad siempre haciéndose, una comunidad carente de proyectos unívocos y homogeneizantes, a decir de Jean-Luc Nancy como “una comunidad completamente ex-puesta, expropiada y sin sustancia, que es justamente su ‘existencia’, su acción constante de estar siendo”.2 A partir de la autonomía formal y expresiva del arte moderno, el arte contemporáneo se propone como un artefacto “heterónomo”, dependiente de sus contextos y participantes, como un “evento enunciativo” que comprende múltiples discursos y convoca su propia historia.
Decíamos que el arte contemporáneo se postula como un “evento enunciativo”, un cuerpo teórico-crítico que se inscribe en situaciones específicas dejando una incisión que transforma aquello en lo que ocurre, que lo in-forma desplazando las significaciones previas y/o autorizadas. Un evento enunciativo es un “acto de lenguaje” cuya realización está determinada por el sistema de vínculos y conexiones que logra establecer con otros espacios de la realidad, con otras imágenes y discursos. Las obras de arte contemporáneo son eventos enunciativos que desean “herir” y fisurar los contextos en los que se inscriben, afectándolos y siendo afectados por ellos.
Por otra parte, todo evento enunciativo es una convocatoria a la comunicación, solicita al otro para abrir un espacio de interconexión, por ello funciona como el modelo mismo de una comunidad que lejos de ser una “institución social o étnica o cultural” es simplemente encuentro y la práctica de “lo común”. Una comunidad “des-obrada” como propone Jean Luc Nancy en la que se da lugar al “entre-todos”, y que por ello mismo es cada vez, en cada situación, apertura hacia lo Otro, y es también un lugar en el que no es posible reconstruir la experiencia a menos que esté acompañada por la necesidad de compartirla.
Si pensamos, por ejemplo, en el performance o la instalación entendemos que su fuerza se inscribe en el hecho de que ambos se proponen como algo que debe ser “experimentado” para poder ser comprendido, algo esencialmente inacabado que requiere de cada participante o espectador para ser, y que a la manera de un “collage” está elaborado a partir de fragmentos que provienen de diversas situaciones y contextos, se construye así una obra que es un “lugar” –una escena– para experimentar situaciones desde miradas y realidades distintas de las propias. En ambas formas artísticas de lo que se trata es de dar lugar en cada caso a “lo común”, al entre-todos, no como un ejercicio de identificación (en el que el espectador contempla e interpreta desde sus propios requerimientos), sino como un aprendizaje en el que la mirada del Otro se encuentra con la propia: un entrelazamiento. Al contrario del arte moderno, la obra contemporánea no se muestra como un “objeto” encerrado en su inmanencia y sus posesiones, sino un “objeto” que se completa en su emplazamiento y la experiencia que de él se tiene, es un acontecimiento que se desborda, que es más allá de sí, y que por ello mismo da lugar a significaciones “des-bordadas” que son producto del lugar común que comparte con todos y desde la actividad circunstancial en la que se actualiza.
En ese sentido, el arte contemporáneo es resiliente no sólo con respecto del arte y el mundo modernos, con respecto a su historia que abiertamente cita y tematiza, sino también con respecto de la realidad en la que pretende incidir, debido a que su “vocación” política no es el cumplimiento de una idea reguladora o una pertenencia, sino la posibilidad de experimentar una apertura imprevista a “lo común”. Estos “eventos enunciativos” permiten participar de una experiencia crítica que no sólo comprende las sombras de las distintas regiones de la cultura, sino también reconoce la posibilidad de una idea de “comunidad” distinta, sin exclusiones, que está siempre haciéndose y que se realiza en y como el deseo mismo de participar de ella.