Allan McCollum
Signos del Cerro del centinela, 2000
En su introducción a su proyecto del año 2000, Signs of the Imperial Valley: Sand Spikes from Mount Signal [Signos del Valle Imperial: puntas de arena del Cerro del Centinela], Allan McCollum comienza con una pregunta engañosamente sencilla: “¿De dónde viene el significado?”. Esta pregunta ha preocupado y animado su práctica artística a lo largo del último medio siglo. McCollum procede en seguida a sugerir una posible respuesta:
Tal vez el significado de una obra de arte sea la suma de todos los significados que le ha dado el conjunto de observadores. De esta forma, el significado debería adherirse a una obra de arte de la misma manera en que se adhiere a cualquier otro objeto común, quizá del modo en que una perla se va formando alrededor de un grano de arena, o como una concreción de arena que crece conforme ésta se acumula alrededor de una semilla, o como una piedra de río en las arenas de un antiguo mar.
Las metáforas que McCollum evoca aquí son estratégicamente acertadas, pues su proyecto de Mount Signal estaba basado en un fenómeno geológico de acreción que, como las condiciones que se funden para producir el “significado” de un artefacto dado, aún no termina de entenderse por completo. Las puntas de arena —unas pequeñas conglomeraciones de piedra en forma de una especie de mazo, bulbosas en un extremo y que se van estrechando hasta terminar en una punta en el otro— atrajeron la atención de los científicos por primera vez a principios del siglo XX. Concentradas en una zona del desierto de Sonora al norte de la frontera con México y cerca de Mount Signal —una montaña de 781 metros de altura conocida en español como Cerro del Centinela y como Weeishpa entre los indígenas kumeyaay de la zona—, las formaciones presentan varios enigmas mineralógicos.
En primer lugar, se determinó que los objetos, cuyo tamaño iba desde poco más de un par de centímetros a poco más de 30 centímetros de longitud, eran de arenisca sólida, cuyos granos quedaron unidos con calcita y, a diferencia de los ejemplos metafóricos de McCollum, no contenían ningún otro material aparente (fósil o de otro tipo) alrededor del cual se hubiera formado la concreción. Más aún, cuando el geólogo William B. Sanborn comenzó a estudiar por primera vez una capa que contenía las puntas en los años 1930, informó que hasta 95% de los especímenes que descubrió estaban colocados de tal manera que sus colas apuntaban hacia el oeste. Las conjeturas en torno al origen de los artefactos involucraban desde plantas marinas fosilizadas hasta estructuras petrificadas que parecían madrigueras de crustáceos. La explicación de su orientación común fue igualmente elusiva: hubo quienes especularon que algunos de los artefactos podrían haber sido afectados, en algún punto, por un acontecimiento magnético no identificado. En algún momento, de manera más o menos extendida en la zona, las puntas fueron gradualmente destruidas durante proyectos de construcción a lo largo de los años y, para el año 2000, cuando a McCollum le fue comisionado un proyecto para el programa INSITE de ese año —uno de 27 en la presentación, que fue concebida para sitios públicos en y alrededor de San Diego y Tijuana por Susan Buck-Morss, Sally Yard, Ivo Mesquita y Osvaldo Sanchez—, habían desaparecido por completo del paisaje y se habían vuelto parte de la memoria material-cultural de la zona, una especie de marcador fantasmal de lugar procedente del tiempo profundo que habría precedido incluso a los numerosos residentes que actualmente llevan más tiempo en la zona. Si bien su tema era prehistórico en su forma y contenido, la obra multimedia que ocupó varias sedes, Signs of the Imperial Valley: Sand Spikes from Mount Signal [Signos del Valle Imperial: puntas de arena del Cerro del Centinela], también buscaba reconocer estas moradas contemporáneas, reuniendo a artistas locales para crear una gama de obras relacionadas junto con la de McCollum y generando un amasijo de materiales históricos, científicos y literarios asociados que, considerados en su conjunto, propusieran la idea de una base común literal compartida por las diversas comunidades que habitaban esa parte del sur de California.
De muchas maneras, el proyecto de las puntas de arena puede verse como la apoteosis de una serie de obras basadas en formas naturales elaboradas por McCollum a lo largo de la década de 1990. Comenzando con The Dog From Pompei [El perro de Pompeya] (1990) y Lost Objects [Objetos perdidos] (1991) —dos series cuyas formas se modelaron a partir del famoso molde del “perro encadenado”, elaborado a partir de un molde que se formó naturalmente en el lugar donde yacía el cuerpo del animal y que fue descubierto en el siglo XIX durante una excavación de la ciudad destruida, y una colección de huesos de dinosaurio fosilizados expuestos en el Museo Carnegie de Pittsburgh, respectivamente—, McCollum empezó a desviar su atención de la recapitulación escultural de objetos culturales y de consumo, a las reiteraciones de las huellas dejadas por fenómenos naturales. Con Signs of the Imperial Valley [Signos del Valle Imperial], el artista encontró una forma aún más matizada para superar la aparente distancia entre ambos tipos de artefactos. Si bien el proyecto continuó rastreando preguntas benjaminianas en torno a la reproducción y el aura —y, en su profusión de réplicas de puntas y figurillas de montañas, examinando las relaciones entre trabajo, repetición y regularidad que habían formado parte del programa de McCollum desde las series Plaster Surrogates [Sustitutos de yeso] e Individual Works [Obras individuales] de los años 1980—, Signs of the Imperial Valley [Signos del Valle Imperial] también se abrió a preguntas sobre las cosas y nuestras formas de conocerlas que se remontan siglos atrás.
En su negativa a revelar los secretos de sus orígenes —a dejarse conocer por completo—, las puntas de arena eluden las aspiraciones definicionales de la clasificación científica. En su lugar, residen en una suerte de espacio del “ni esto/ni aquello”, un espacio que es tan rico en potencial artístico como escaso en certeza analítica. Ausentes del paisaje, hoy día sólo pueden verse en las vitrinas de los museos. Sin embargo, sus naturalezas inciertas, poco cooperativas con la investigación geológica, las señalan menos como especímenes mineralógicos estándar que como algo que se hubiera conocido, en los tiempos modernos tempranos, como lusus naturae o “bromas de la naturaleza”. Para la filosofía natural anterior a la Ilustración, las líneas entre lo natural y lo artificial (como las líneas entre lo mágico y lo racional) estaban lejos de ser claras, y cosas maravillosamente híbridas —piedras y conchas y pedazos de madera que parecían objetos trabajados a mano— eran dominio de la Wunderkammer, el gabinete de curiosidades precursor del museo moderno. Como observa Paula Findlen: “Muchos naturalistas del Renacimiento consideraban que los lusus naturae eran la clave de una lectura efectiva del libro de la naturaleza… [Una discusión al respecto] nos permite examinar aspectos de la taxonomía linneana, en particular la necesidad de tener categorías alternativas para clasificar fenómenos problemáticos, pues lusus solía utilizarse como una antidefinición —un medio para explicar algo que de otra forma quedaría sin explicarse—”.1 Pero esta carga estética no fluía en un solo sentido. A decir verdad, los extraordinarios logros técnicos de los artesanos, a menudo en obras que emulaban formas naturales, podían verse en tales colecciones de maravillas al lado de ejemplos de naturaleza lúdica. A lo largo de este periodo, “surgió una estética común que fusionó las maravillas del arte y la naturaleza”, escribe Lorraine Daston, “que explotó la antigua oposición entre arte y naturaleza para producir asombro. Como la oposición siguió siendo un reflejo conceptual durante el periodo moderno temprano, su violación resultaba alarmante. Algunos supuestos fundamentales se cimbraron, y la intensidad del asombro fue igualmente sísmica. Estas gratificantes paradojas, arte y naturaleza al mismo tiempo, provocaron el asombro más intenso al desdibujar la línea entre la naturaleza y el artesano humano”.2
Examinados dentro de este contexto, los diversos significados posibles de las puntas de arena, y de la posición del proyecto basado en ellas dentro de la obra de McCollum, se comienzan a dilatar y ramificar. Su reduplicación de un artefacto antiguo, un artefacto al cual su atención artística ha aunado capas de nueva relevancia, le confiere una doble sustancia a una entidad doblemente ausente, resucitando así de manera formal una cosa perdida que era, a su vez, un registro de otra cosa perdida, y poniéndola en diálogo no sólo con su contexto actual como un tipo de figura con importancia local para el Valle Imperial, sino también con una faceta de la historia intelectual esencial para el desarrollo de las metodologías de exhibición y presentación, y de las complejas valencias de la relación entre lo natural y lo artificial, que desde hace mucho han sido fascinaciones centrales en la obra del artista. Estas diversas connotaciones se reúnen en torno al proyecto como arena en torno a un puñado de semillas vitales, y construyen nuevas huellas que podrían asombrar de igual forma a las futuras generaciones.