Solemos pensar que la irritación es una emoción superficial que depende del ánimo, una sensación efímera de malestar que termina convirtiéndose en indiferencia. Sin embargo, la ciencia la ha tratado privilegiadamente como algo positivo y fundamental. En este sentido, en un texto de 1948 publicado en Cybernetics, Norbert Wiener califica la irritabilidad como “el tercer fenómeno fundamental de la vida”, después del metabolismo y la reproducción, y como algo relacionado con la entropía como “una medida de un grado de desorganización”.1
El interés de Wiener en los fenómenos vitales se relaciona con su trabajo teórico sobre las “máquinas que aprenden”, como él las llamaba, y cuyos circuitos electrónicos comparaba con el “sistema nervioso animal”. Esta noción de organicidad maquinal resultó ser más compleja de lo que Wiener sugería, ya que, después de todo, las máquinas no tienen la plasticidad de los cuerpos animales. No obstante, aún podemos apreciar la tendencia materialista en sus especulaciones, que lo llevan a cuestionar la ubicación de la vida misma. El trasfondo inmediato de esto es el tema de cómo en nuestra época la vida misma —entendida como una condición humana y más-que-humana compartida en el aspecto ecológico— se está apagando. Sabemos cómo las entidades y procesos digitales reproducen ciertos atributos de la vida (humana) pero, como apunta Silvia Federici: “Lo que nos amenaza no es sólo que las máquinas estén tomando las riendas, sino también que nosotros nos estemos convirtiendo en máquinas”.2 Como lo predicen tantos estudios de teoría crítica e historias de ciencia ficción, esto implica para el futuro una reducción de los afectos capaz de acostumbrar a los sujetos humanos al sufrimiento humano y a la catástrofe del cambio ecológico: esta operación biopolítica hegemónica insensibiliza y distiende la vida para volverla controlable y redituable, lo cual trae como resultado que la vida y las condiciones para su reproducción se vean dañadas, a menudo de manera irreversible. Parece que la irritabilidad puede abrirse a un conjunto de temas relacionados con la vida en tanto fenómeno necesariamente estratificado cuyas partes implican su codependencia.
Resulta instructivo considerar las epistemologías profundas sobre las que se erige la contemporaneidad, pero que ya han desaparecido en mayor o menor grado como, en este caso, la cibernética en tanto teoría que dio forma a nuestra era digital y sus prehistorias. Estos rizomas históricos anacrónicos pueden irritar nuestra modernidad y enturbiar su transparencia. Podemos dar uno o dos pasos más atrás y examinar cómo, alrededor de la época en que Immanuel Kant desarrolló el programa filosófico de la Ilustración para el arte, una de las grandes controversias en la filosofía médica era el debate europeo en torno al movimiento y la sensación. La contribución del polímata suizo Albrecht von Haller a la fisiología, o “economía animal”, como solía llamársele en ese entonces, fue distinguir entre irritabilidad, que es la capacidad de los músculos de contraerse y producir movimiento, y sensibilidad, inherente a los nervios y “responsable de la impresión sensual”.3 Esto permitió elaborar explicaciones sobre la interdependencia de ambas facultades, por ejemplo en relación con la forma en que una fuerte irritación excita la sensibilidad, y una fuerte sensación estimula la irritabilidad.4
Por buenas razones, la sociología nos advierte contra la importación de conceptos de las ciencias naturales a la esfera de la cultura humana: es una operación que corre el riesgo de naturalizar los fenómenos sociales. Cuando aquí propongo la apropiación del concepto de irritabilidad, la valoración que está en juego es muy distinta de lo que normalmente ocurre con estas trasposiciones conceptuales, pues irritabilidad e irritación son conceptos que van a contrapelo de los supuestos de armonía y legalidad, así como de otras metáforas naturales que se utilizan para vender normalidad y semejanza. Lo que me interesa de manera específica es examinar cómo la irritabilidad roza contra los supuestos morales que históricamente han transitado junto con el arte y que aún siguen influyendo en nuestras opiniones al respecto, al tiempo que lo acompañan dentro de las instituciones y mercados. Sin embargo, cabe destacar que esto ocurre sin que la irritabilidad niegue la experiencia estética: la irritabilidad habla de un tipo de sensibilidad distinto, de un orden de percepción y sensación distinto del que está en tono con ideas del bien, la verdad y la belleza (o los correlatos afirmativos que éstas tengan en la actualidad). Como todos los procesos estéticos genuinos, la irritabilidad es una disposición a verse afectado, a convertirse en otro —en este caso, la figura de un convertirse enfadado—. Si bien la irritabilidad tiene connotaciones vitalistas, éstas se relacionan con un vitalismo más-que-humano, sin un telos evolutivo, y característico de la unidad vital conectada y contingente en el entre-y-a-través que es la premisa simbiótica de la vida.
Podemos hablar de material irritado que es volátil: literalmente “enojado” u opaco, en respuesta a una sociedad enferma, como reza el cliché, a una patología del cuerpo político. También sugiere que el material está siendo irritado, “molestado”, por el arte o el artista. Esto es resultado de una práctica artística orientada hacia los problemas que relaciona sus análisis con la cultura en general y que, al mismo tiempo, se examina escépticamente a sí misma y a los contrabandos históricos y contextuales que transitan con ella.5 La irritación representa un límite menor de estimulación, fricción y entusiasmo, o de otras formas en que se impulsa la tolerancia. No podemos contar con que se anuncie claramente como un desacuerdo pronunciado o como una ruptura limpia, ni tampoco con que desaparezca del todo. Es borrosa, móvil y difícil de ubicar. Está presente en los cuerpos que conforman el espacio público y fastidia al alma también. Está allí para cuando en el horizonte hay confusión e inconformidad, no para cuando hay deseos de comodidad o ideologías de alivio. También podemos pasar por la irritación para complicar nociones simplistas de libertad.
La irritación es pasajera y ordinaria. Sin el misterio del inconsciente, el drama de la transgresión y la fascinación de los grandes Otros, no tenía consecuencias filosóficas fuera de la ciencia médica moderna temprana. Es un afecto en clave menor, en tonos de gris y con una intensidad en descenso, y ni siquiera es realmente mía, porque no soy del todo yo cuando estoy irritado. La irritación deshace tanto como hace. Está más allá del bien y del mal, pero no de manera heroica. Se puede vivir con ella. O, más bien, se tiene que vivir con ella, porque la irritabilidad es una característica de la vida en tanto hecho biológico, y porque es la fricción primaria del intercambio entre individuo y civilización, pues es el precio que, según el psicoanálisis, pagamos por ser sujetos cultivados (el “malestar en la civilización” de Freud).
Pero mientras que los filósofos descuidaron la irritación, los artistas y las sub- y contraculturas reconocieron su potencial en el ámbito de la vida cotidiana. Tanto a los freaks (bichos raros) como a los punks y hip-hoppers se les daba ser molestos: era el conocimiento cultural del cual echaban mano para sacar de quicio a la sociedad convencional. A esto podría llamársele una técnica de infrapolítica que se desarrolla en el territorio invisible y subterráneo de los grupos subordinados.6 También en este sentido, la producción de irritabilidad puede verse como una metodología de vanguardia para la integración del arte y la vida. Si bien difícilmente es revolucionaria por sí sola, podría ser una forma de mantener la utopía en la agenda, al tiempo que se le da un buen frottage a las jerarquías de expresión, percepción y gusto.
Si bien siempre es bueno poder apreciar los gestos vanguardistas que ponen el dedo en la llaga, mencionaré aquí un ejemplo más clasicista. A mediados de los años 1950, Lygia Clark descubrió algo que llamó “la línea orgánica”. Esto es algo que no ha sido tocado por manos humanas, y que tampoco está dado por la naturaleza. Es “la línea que aparece cuando dos superficies planas del mismo color se colocan tocándose”, escribe Clark.7 Es una refutación momentánea, casi invisible de la separación mediante un espacio negativo. En sus primeras obras, Clark dejaba entre los elementos de sus pinturas y objetos pequeñas líneas de vacío que acercaban el marco y el espacio circundante hacia la superficie de la pintura. Para Clark, esto era una respuesta a las preocupaciones artísticas de mediados del siglo XX en torno a las relaciones entre plano y espacio, arte y realidad. Sin embargo, dado que le permitió investigar dichas condiciones liminales más allá del tema de la forma, la línea orgánica hace las veces de tejido conectivo, de ensamble estructural con algo distinto, con un Otro, o con el negativo, al aceptar la divergencia, pero sin perder de vista la multiplicidad. Suely Rolnik utiliza su concepto de o corpo vibrátil o “el cuerpo vibrátil”, para hablar sobre la forma en que Clark construye un cuerpo-como-un-todo, en el que todos los sentidos —no sólo el visual— le dan “el poder de ser receptivo a las fuerzas de su otredad, de ser vulnerable a ellas”. Podría decirse que la irritabilidad tiene lugar en la línea orgánica que modula espacios o cuerpos y que cruza el ser en plural.
Podemos extender las ideas de Clark y Rolnik a la forma en que el espacio social se “irriga” con los encuentros no planeados que se derivan de sus mecanismos de organización. La irritabilidad sugiere una relación íntima entre lo que Judith Butler llama materialización —”el efecto de frontera, de permanencia y de superficie”— y lo que Sara Ahmed llama intensificación, que se refiere a cómo se generan las impresiones en una superficie corporal.8 Esta negociación entre materialización e intensificación se desarrolla entre sensaciones y emociones intensamente sentidas, aunque siempre vueltas a relatar y mediadas cognitivamente, y nuestro juicio al respecto. El resultado es un proceso dinámico que de manera invariable habla de umbrales y situaciones, así como de la “sociabilidad de las superficies corporales”.9 Quizá ésta sea la transposición de la línea orgánica de Clark al ámbito social, con todo el nerviosismo y meta-nerviosismo que ello implica.
Dirigida hacia un intercambio máximo de flujos —dinero, información, mercancías, subjetividades—, una cultura hiperconectada es una cultura muy irritada. “Cuando la información se trenza con la información…”, como recitó Marshall McLuhan a fines de los años 1960, sin terminar la oración. Supuestamente, en la infoutopía de McLuhan debía generarse una comezón placentera. Vista desde la perspectiva de las patologías informativas actuales —la difusión de la desinformación, conspiraciones, noticias falsas—, la humanidad ya alcanzó desde hace mucho una masa crítica de infotrenzado.10 La irritación es propensa a aparecer allí donde la cordialidad depende de relaciones transaccionales y arreglos consensuales. Aquí, acecha como algo que por el momento puede hacerse de lado. Pero su carácter preconsciente y su temporalidad inconstante y diferida lo vuelven volátil y presa fácil de formas de explotación que la utilizan como un sustrato del antagonismo. Nuestra unidad diversa debe movilizarse y celebrarse como tal, en todas sus diferencias inherentes, para cuestionar las ontologías puras y la nostalgia por los orígenes que un discurso incendiario podría convertir en odio e intolerancia.
La irritación se desliza entre entidades y sistemas, y entre los límites y las superficies de los cuerpos como una prueba persistente de autonomía. Más aún, si la vida contemporánea es una vida dañada, para hacer eco de T. W. Adorno, esto también se refleja en el carácter fracturado e incierto del lenguaje.11 La irritabilidad hace presión contra el lenguaje: representa la ineludible proximidad —“extimidad”, recurriendo al neologismo de Lacan— de los conceptos y de las instituciones sociales que están presentes en el lenguaje y que, a través de él, median y masajean, o reprimen y reducen nuestro yo y nuestra capacidad de sentirnos y expresarnos. Ésta es la presión que descansa en el lenguaje que utilizamos para ocuparnos de la presencia de los Otros cercanos que son co-constitutivos del Yo o del adentro y que, por ende, no pueden captarse de manera dialéctica. Se trata de una (multi)perspectiva necesariamente involucrada que nos insta a abordar las figuras de semejanza y alteridad, humano y más-que-humano, realidad y virtualidad, sin privilegiar ninguno de estos términos, para nuestro vivir-en-la-diferencia.
Como Lygia Clark lo sabía, esta consciencia de contacto, dinámica y en varios niveles, gira en torno a la vulnerabilidad y a la receptividad. Lo que nos pasa y actúa sobre nosotros nos presenta como algo que ya estaba abierto, que ya era receptivo. La experiencia que produce esta crudeza puede ser el inicio de una conversación basada en la intensidad compartida y corporeizada de la experiencia vivida. Dado que nuestro malestar es menos concluyente y más propenso a la transformación de lo que creemos que ya está dado y establecido, roza la cronopolítica del devenir del arte en algo que aún no está dominado en y por el presente.