El offshoring —o subcontratación internacional— de trabajo altamente racializado por parte de Occidente en el llamado Tercer Mundo —donde las clases del subproletariado y el casi precariado son agrupadas para realizar labores manuales arduas y baratas— es un proceso continuo y violento. Al mismo tiempo, el trabajo cognitivo (inmaterial) reproduce y refuerza las relaciones de explotación basadas en la clase, la raza y el género en el mundo occidental. El trabajo se presenta como inmaterial, aunque en realidad sea racializado.
La explotación tiene dimensiones violentas, sociales, institucionales, racializadas y de clase. En consecuencia, lo que para algunos son procesos de emancipación, para otros son procesos de subyugación, y deben examinarse en relación con mecanismos de des/re/composición de la reproducción capitalista en el régimen laboral posfordista. Por eso millones de personas son consideradas esencialmente obsoletas en el Sur global.
La Unión Europea (UE) creó toda una subcategoría de “trabajadores domésticos de cuidado personal” —en particular mujeres migrantes— provenientes no sólo de fuera de la UE, sino también de los países de la UE considerados periféricos o subdesarrollados. El resultado es un suministro de mano de obra barata, no registrada y sin protección para los hogares de la “antigua” Europa Occidental (de lo cual Austria, donde yo he vivido, es un excelente ejemplo) que permite la emancipación de la clase media blanca. La palabra emancipación es, por supuesto, engañosa, pues son los migrantes indocumentados quienes posibilitan la “emancipación” de las mujeres de clase media y alta para que participen en el mercado laboral y tengan hijos.
Los gobiernos, en representación de sus ciudadanos (y de aquellos a quienes transforman en no ciudadanos), están tomando decisiones drásticas sin considerar la voluntad de los afectados en lo absoluto. Las fábricas, oficinas e instituciones culturales y educativas están experimentando procesos similares. En consecuencia, en lugar de valorar las relaciones sociales, la lógica de la gubernamentalidad neoliberal sólo requiere habilidades y un sistema de instrucciones.
La soberanía también se ha convertido en un concepto flexible, un concepto que ya no depende simplemente de la territorialización espacial coercitiva, la guetificación y la gentrificación, sino también de la manipulación del flujo de capitales. La ciudadanía se gestiona mediante una selección controlada y racializada de los movimientos de refugiados y migrantes, así como privilegiando la expansión de las corporaciones transnacionales. Los Estados-nación que son Estados racistas permanecen esencialmente mudos cuando se trata de justicia social y derechos humanos, y parecen no tener memoria ni respuestas ante las atrocidades (colonialismo, antisemitismo y el Holocausto) que cometieron en sus respectivos pasados.
En el modo de producción capitalista global, la vida misma es la fuente primaria de la mano de obra. La máquina capitalista nos somete mediante la precariedad, la marginalidad y el temor constante de perder nuestros estándares de vida y la (im)posibilidad contemporánea de adaptarnos a formas de trabajo fijas. La precariedad de la vida racializada se vincula con la precariedad del trabajo, y constituye el tema central tanto de la biopolítica contemporánea como de la necropolítica. Las brutales condiciones de vida de los refugiados están directamente relacionadas con la historia del colonialismo occidental y con las formas actuales de desposesión violenta y explotación.
Henrie Dennis, que estudia arte en la Academia de Bellas Artes, afirmó en 2020, en el contexto de la COVID-19:
Todo el mundo se ha detenido, y la razón es la pandemia. De pronto parecería como si mostrar humanidad, tocarse, abrazarse, hablar, ser bondadoso, ir a fiestas, y todo “lo bueno” relacionado con la socialización hubiera sufrido una muerte prematura y, en su lugar, la incertidumbre, la agresión, la depresión, el temor, la hostilidad, la opresión, el racismo y todas las formas de discriminación se hubieran convertido en la orden del día. También tenía nuestra organización comunitaria, Afro Rainbow Austria, en mi lista. Tuve que idear un horario que nos permitiera permanecer en contacto. Entre las consecuencias de la pandemia para nuestra tan vulnerable comunidad se cuentan la pérdida de trabajos, la depresión, la falta de un lugar donde vivir y la interrupción de los procedimientos de asilo, por mencionar sólo algunas. (Correspondencia por e-mail, 2020)
En este sentido, las reflexiones que Kirsten Forkert formuló en 2006 —y que publicamos en Liubliana en 2007— en torno a las contradicciones entre el arte (y sus instituciones) y el clima político son muy convincentes. Forkert sostenía que los cambios que se estaban gestando en las instituciones artísticas tenían “mucho que ver con el valor del arte en tanto mercancía, así como con el papel del artista en relación con otra figura: la del profesional de cuello blanco. Son tanto el síntoma como la respuesta a ciertos cambios políticos y económicos.”1 Esta dimensión administrativa, la motivación del beneficio, y las fuerzas modernizadoras en las estructuras capitalistas, postuladas por Olivier Marbœuf y citadas por Marie-Laure Allain Bonilla, “enfatiza[n] el hecho de que al cosificar y obtener prontos beneficios del ‘Otro’, el arte contemporáneo en su forma occidental despoja al gesto descolonizador de su fuerza transformadora, al hacer de su entendimiento crítico ya no una operación capaz de afectar el orden político y social, sino una mera categoría en la economía del conocimiento.”2
Escribiendo en 2010, Frank B. Wilderson III detectó un proceso similar en las décadas de 1960 y 1970, en el Programa de Contrainteligencia (COINTELPRO),3 cuyo blanco eran las Panteras Negras y el Ejército de Liberación Negra, y que después se extendió hacia el siglo XXI cuando “...las demandas irreconciliables encarnadas en el ‘Salvaje’ y el ‘Esclavo’ se están viendo destrozadas por dos trituradoras: la fuerza pura y discursos humanistas liberales como el ‘acceso a la institucionalidad’, la ‘meritocracia’, el ‘multiculturalismo’ y la ‘diversidad’, discursos que proliferan exponencialmente a lo largo y ancho de los paisajes político, académico y cinematográfico”.4
En este contexto, Paul Gilroy y Nikhil Pal Singh elaboraron durante una conversación un análisis reciente de los devastadores procesos de readaptación y ocultación de un deseo de arte, cultura, historia y política en el necrocapitalismo neoliberal (si el capitalismo no se autodestruye en el camino). Singh decía:
Quiero responder a los temas que ya han surgido a lo largo de esta conversación, a saber: ¿cómo evaluamos el balance de fuerzas? ¿Cómo medimos la relación entre lo que podríamos llamar, por un lado, una orientación neoliberal progresiva dispuesta a admitir el simbolismo multicultural al tiempo que persigue despiadadamente sus intereses de mercado, su motivación del beneficio; y, por el otro lado, un resurgimiento de la derecha, que vuelve a hablar, de manera muy, muy cómoda y en un lenguaje bastante virulento, de un nacionalismo exclusivo enfocado hacia el interior.5
Los pilares más importantes de los regímenes capitalistas y neoliberales globales en Occidente presentan brutales procesos intensificados de racialización de cuerpos, pueblos y comunidades que, al mismo tiempo, están instrumentalizados y subyugados económica, política y epistemológicamente. En su análisis del colonialismo británico, Anne McClintock sostiene que “la raza, el género y la clase no son ámbitos claros de experiencia que existan en un magnífico aislamiento uno de otro, ni tampoco se pueden simplemente enyugar uno con otro de manera retrospectiva, como si fueran piezas de Lego. Más bien surgen en y mediante su relación mutua”.6
En la actualidad, el beneficio y la privatización son comprensivos y evidentes en casi todos los aspectos de la sociedad (en amplias zonas del espacio que solía ser público, en las instituciones, la educación, la historia, lo social, la electricidad, el agua, etc.). Las instituciones oficiales de arte —públicas, semipúblicas y semiprivadas, conglomerados o repositorios de dinero y filantropía— están inextricablemente vinculadas con las estructuras de poder y los regímenes de los intereses nacionales o internacionales que operan en los espacios a los que sirven. Se trata de estructuras de poder hegemónicas, productos de los tiempos modernistas vinculados de cerca con el capitalismo y su ordenamiento del dogma global institucional, que son regímenes de credos normativizados patriarcales, heteronormativos y coloniales. En la actualidad, en respuesta a poderosos movimientos como Black Lives Matter o Me Too, estas instituciones se están viendo obligadas a repensar su normativismo mediante la “curaduría ética” o la “curaduría basada en la identidad”.
En la década de 1990, Partha Chatterjee propuso un cambio, afirmando que la descolonización debía incluir a la crítica dentro de su lucha. (Yo lo llamaría la subversión de lo que atinadamente denominó el “falso esencialismo, difundido por la ideología nacionalista, de [las dicotomías] de la casa y el mundo, lo espiritual y lo material, y lo femenino y lo masculino”.)7
¿Cuál podría ser el resultado de este cambio? Lo que Freya Schiwy,8 citando a varios académicos, planteó como un hecho, a saber: que los subalternos son capaces de abofetear el conocimiento colonial de Occidente al evidenciar que no son los únicos protagonistas (u objetos) de este proceso, sino que son ya “espectadores” (externos) de esta historia. (Los zapatistas son un muy buen ejemplo de ello.) Esto afecta radicalmente la política de representación y las estrategias de intervención del arte en el ámbito social. Sería importante, por un lado, emplear la nueva tecnología de los medios con el fin de fortalecer nuevas formas de aprendizaje y, por el otro, producir una crítica de la historia de la colonización, la explotación y la coerción.
Por mi parte, sugeriría otro cambio más: dejar de considerar la descolonización y el antirracismo sólo como tareas individuales, y convertirlas en condiciones de las posibilidades de intervenir en el sistema de conocimiento, en el arte, en la historia y en la cultura.
Si nosotros, como artistas, teóricos y activistas, no queremos legar una práctica que reproduzca lo que hoy en día se considera una explotación capitalista violenta y racializada, debemos entonces convertirnos en subjetividades políticas.