Tiene poco más de cuatro décadas que el filósofo francés Jean-François Lyotard publicó su histórico texto La condición posmoderna. Informe sobre el saber, y seguimos sin encontrar un nuevo término para nombrar la condición que habitamos en la actualidad, a la cual por supuesto ya no podemos llamar “posmoderna”. (En efecto, ¿cuándo dejamos de llamarla así? ¿En algún momento entre 1989 y 1992, justo cuando se publicaban sus genealogías más ambiciosas? ¿Y es el “contemporáneo” genérico simplemente lo que vino después?) A menudo regreso al “informe” de Lyotard, en particular por su párrafo conclusivo, intenso y apasionado, en cuya larga sombra me parece que, como cultura, seguimos con la acostumbrada tarea de atomización y fragmentación:
Ya hemos pagado suficientemente la nostalgia del todo y de lo uno, de la reconciliación del concepto y de lo sensible, de la experiencia transparente y comunicable. Bajo la demanda general de relajamiento y apaciguamiento, nos proponemos mascullar el deseo de recomenzar el terror, cumplir la fantasía de apresar la realidad. La respuesta es: guerra al todo, demos testimonio de lo impresentable, activemos los diferendos, salvemos el honor del nombre.1
Dos cosas destacan en este vigorizante llamado a la acción: primero, la noción de dar “testimonio de lo impresentable”, que me parece ayuda a explicar la centralidad del arte y la estética en cualquier teorización de lo posmoderno; y segundo, el mandato de librar la “guerra contra el todo”, un giro ligeramente más militante del dogma posmoderno de una desconfianza generalizada frente a las llamadas narrativas maestras. (De nuevo Lyotard, en su prefacio al mencionado informe: “Simplificando al máximo, se tiene por ‘posmoderna’ la incredulidad con respecto a los metarrelatos”.)2 Un ejemplo de narrativa maestra o metanarrativa, una encarnación de la gran idea de una totalidad universal, que se ha visto especialmente afectada por esta campaña es el sagrado concepto hegeliano de la Historia con mayúscula —historia como el desarrollo progresivo de la razón en el tiempo—, motivo por el cual el momento posmoderno en el arte, la cultura y la teoría se ha asociado tan de cerca tanto con declaraciones sobre el “fin de la historia”, como con reconsideraciones entrecruzadas en torno a la idea (archi-hegeliana) del “fin del arte”. Consideremos estos famosos urtext, que definen el alcance histórico de este argumento: el infame “El fin de la historia” de Francis Fukuyama se publicó por primera vez en forma de ensayo en 1989 en National Interest, una revista de negocios internacional conservadora, y se convirtió en libro en 1992 (en ese momento, Fukuyama era funcionario del Departamento de Estado y muy dado a hacer pomposas afirmaciones penosamente obsoletas, como: “el triunfo de Occidente, de la idea occidental, es evidente, en primer lugar, en el total agotamiento de alternativas sistémicas viables al liberalismo Occidental”); “El fin del arte” de Arthur C. Danto fue publicado en 1986, y se convirtió en la pieza central de su muy leído Después del fin del arte, de 1997. (Donald Kuspit publicó su “El fin del arte” en 2004; David Joselit le siguió en 2012 con el sucintamente titulado Después del arte. Mientras tanto, las variaciones sobre el título del mamotreto apocalíptico de Fukuyama se multiplican, al igual que sus aparentes inversiones, con ejemplos como The Return of History and the End of Dreams
[El regreso de la historia y el fin de los sueños] de Robert Kagan, de 2008, El despertar de la historia de Alain Badiou, de 2012, o The Return of History
[El regreso de la historia] de Jennifer Welsh, de 2016. En ese entonces, el título de Kagan en particular incitó un “¿tan pronto?” un tanto entretenido. The Trouble with History [El problema con la historia] de Adam Michnik, de 2014, fue quizá el libro con el título más inteligente de todos.)
Ahora bien, no soy historiador del oficio de historiador, pero parece claro que en algún punto de este breve periodo de diez años, cierta tendencia que llevaba en marcha desde al menos la década de 1970 en el campo de la historiografía desembocó en un verdadero cambio de paradigma que llevó a cada vez más grandes proyectos sintéticos, como el opus magnum en tres partes de Fernand Braudel, Civilización material, economía y capitalismo, o El moderno sistema mundial de Immanuel Wallerstein, a ser remplazados, en el “mercado de las ideas”, por curiosidades y rarezas como El bacalao. Biografía del pez que cambió el mundo (1997) y Sal. Historia de la única piedra comestible (2003) de Mark Kurlansky (periodista —no historiador académico— autor de varios best sellers, quien más tarde publicaría también “historias” de la leche, las ostras, el papel y el año 1968); The Porcelain God: A Social History of the Toilet [El dios de porcelana. Una historia social del inodoro] (2000), de Julie L. Horan; The Pencil: A History [Una historia del lápiz] (2003) de Henry Petroski; historias del vello facial (Allan Peterkin, 2002; Christopher Oldstone-Moore, 2015), así como de la eliminación del vello (Rebecca Herzig, 2016); historias —por supuesto lo típico es llamarlas una historia, y nunca la
historia, sin importar cuán diminuto y aparentemente limitado sea el tema en cuestión— de la sombrilla, el tenedor, la bragueta, del desorden, la soledad y el caminar. En otras palabras, no es que la ambición totalizadora de la “historia mundial” se haya archivado del todo, pero hoy en día dichas historias suelen contarse las más de las veces, y de manera reveladora, desde la perspectiva del objeto cotidiano; entre más insignificante, mejor, como lo indica, por ejemplo, el éxito desmedido de La historia del mundo en 100 objetos, de Neil MacGregor (desde cuya publicación se han escrito otras historias en 100 objetos: sobre el beisbol, la Iglesia, el Tercer Reich y la Inglaterra de los Tudor). A decir verdad, en este proceso podrían discernirse los contornos de una ley: entre más pequeño el objeto, más grande el libro; entre más diminuta y microscópica la anécdota, más grandiosa su historia. El contexto de esta “ley” está definido por el oscurecimiento gradual, a lo largo de cuatro décadas, de las historias sociales, políticas y económicas (con una mayor tendencia inherente a buscar una visión más amplia) a manos de la historia cultural, los estudios culturales y el “giro cultural” en la historiografía, tan característico del paisaje editorial de las décadas de 1980 y 1990. En este sentido, en realidad habitamos una época propiamente posthistórica, vivimos en una época que ya no tiende a las vistas historizantes de amplio alcance, sino que más bien se contenta con enfocarse en —de hecho, está claramente obsesionada con— la micropolítica de los márgenes y los fragmentos, las minucias y, bueno, los detalles —los incontables “rastros” y esquirlas que atiborran y frecuentan los documentos de archivo—. Donde antes había un mundo, ahora sólo hay un archivo; donde antes había Historia, ahora sólo hay cultura general. (Y está bien.) Walter Benjamin es el santo patrono ampliamente venerado de este gremio de microhistoriadores, y no es coincidencia que su importancia como el más destacado teólogo de la fragmentación esté en función de su redescubrimiento en ese mismo periodo fecundo de mediados de los años 1970 —un proceso de reevaluación posibilitado en buena medida por los esfuerzos de su antiguo colega de la Escuela de Frankfurt, Theodor W. Adorno, quien de manera tan memorable vaticinó que “el todo es lo falso”, ergo, sólo el fragmento es verdadero—. Y en el idiolecto de la muy influyente Teoría estética de Adorno, publicada de manera póstuma en 1970, esto significa básicamente que sólo la obra de arte es verdadera.
Desde hace ya tiempo, el ámbito del arte contemporáneo ha sido un sitio privilegiado para el desarrollo de este argumento; allí es donde este “giro cultural” en la vida social de la mente se ha articulado con mayor claridad en años recientes. Ello puede observarse en dos “tendencias” entrelazadas sobre las cuales he escrito ampliamente en la última década: la primera es lo que llamo más precisamente el “giro historiográfico” en el arte, y que teorizo de manera más amplia en un ensayo (publicado en 2009) y en una exhibición (curada en 2013) intitulada The Way of the Shovel: On the Archaeological Imaginary in Art [El camino de la pala. En torno al imaginario arqueológico en el arte]; la segunda tiene que ver con la obsesión actual del arte con el atractivo de las esquirlas, la mística de lo microscópico, el romance del fragmento —sin duda, la magia de la pura y llana fragmentación—.3 No necesito ensayar el argumento de esta línea de investigación, que a estas alturas ya tiene cierta edad, sobre la nostalgia endémica y el impulso obsesivamente retrospectivo del mundo del arte (aunque cabe recalcar que este diagnóstico corresponde sobre todo a ciertos sectores elogiados por la crítica dentro de ese mundo del arte, el cual considero mi mundo del arte4): me parece que es bastante claro hasta qué punto la saturación del arte contemporáneo con historias en minúscula ha contribuido, en el último cuarto de siglo, a la sensación dominante de una condición posthistórica, reduciendo el pathos moderno de la experiencia histórica al escrutinio (o “navegación”) de un gabinete de curiosidades. Con cada vez mayor frecuencia, los museos e instituciones de arte contemporáneos se convierten en esos lugares a los que recurrimos para aprender sobre el pasado, en particular sobre sus subhistorias marginadas o aquellas microhistorias de identidades subalternas, ignoradas durante tanto tiempo —a expensas, inevitablemente, del viejo mandato modernista del arte que nos prometía, en cambio, progreso (“¡renuévalo!”) y visiones del futuro—. Como ocurre con tantos otros ámbitos de la cultura y el discurso contemporáneos, la Historia, hecha añicos en incontables petites histories, se ha visto gradualmente sustituida por la Identidad, y a partir de los restos y despojos de millones de anécdotas y reminiscencias —“donde había Historia, habrá Memoria ”—, parece surgir el vago contorno de una nueva especie de narrativa maestra, una que reescribe las marañas de la historia moderna y reciente en forma de historias dispersas de yoes, y sólo yoes.
Entonces, la enredada maraña de historia, identidad y memoria. Esto, por supuesto, es precisamente donde el fenómeno literario fundamental de los últimos diez años salta a plena vista: el ascenso constante de la llamada autoficción y el boom concomitante en la industria de las memorias —las infinitas historias del Yo—. Un mito fundador en este microverso en continua expansión es el extraordinariamente exitoso Mi lucha de Karl Ove Knausgaard, que sin duda se cuenta entre los bestsellers literarios menos plausibles con sus 3,600 páginas que documentan con todo detalle momentos en que se fuman cigarros, se hace café, se cambian pañales, se hace la compra y se mira el ombligo. (Las cuatro partes del ciclo de las llamadas Novelas napolitanas de Elena Ferrante obtienen su registro con la mitad de páginas; la trilogía de mediados de los años 2010, A contraluz, Tránsito y Prestigio, de Rachel Cusk, es otro hito enormemente exitoso en este paisaje literario en expansión, al igual que las novelas de Edward St. Aubyn sobre la vida de Patrick Melrose. Entre los hitos de un solo volumen que han aparecido en la estela de estos libros se cuentan Para acabar con Eddy Bellegueule de Édouard Louis, Regreso a Reims de Didier Eribon, y How Should a Person Be? (¿Cómo debería ser una persona?) de Sheila Heti. Y a todo esto, ¿acaso el éxito mundial de Mi lucha de Knausgaard, en particular, no demuestra la fuerza de la “ley” que mencioné antes en relación con el campo de la historiografía? Es decir, entre más pequeña la vida, por así decirlo, más grande el libro; entre más banal el acontecimiento, más exhaustiva su descripción, lo cual de algún modo brinda a las anécdotas y biografemas más privados un significado cósmico. Al final, bajo la mirada omnisciente y despiadadamente escrutadora de Knausgaard, la “Historia” es sólo eso: su historia, una avalancha de recuerdos, entre más nimios y mundanos, mejor, que entierra los últimos remanentes de la gran narrativa maestra bajo los escombros de ser Yo. ¿No es acaso esta enredada maraña de historia (indudablemente con minúscula), identidad y memoria el prisma a través del cual tantas obras de arte producidas en las últimas décadas toman forma de manera indeleble e implacable? ¿Y no podría ser “Mi lucha con la Historia: una biografía” el título de un futuro relato sobre lo que hace del arte actual algo realmente contemporáneo?