Una comunidad en el desierto: primeras aproximaciones
Una comunidad en el desierto: primeras aproximaciones
En 1975, el arquitecto Christopher
Alexander le hizo una propuesta inédita a la
Universidad Autónoma de Baja California:
desarrollar un proyecto de vivienda social a
las afueras de la ciudad de Mexicali, en un
extremo árido del desierto mexicano. Las
autoridades universitarias, que en principio
habían contactado al arquitecto para que
dictara una conferencia, aceptaron la
propuesta.
Por aquellos años, la capital bajacaliforniana era de las ciudades más nuevas del país. Donde hoy se alzan casas, avenidas y maquilas, hace 150 años no había una ciudad, ni un pueblo, ni casi ninguna huella humana –cuando fue fundada oficialmente en 1903.1 Contrario a otras ciudades construidas en fértiles tierras y habitadas desde hace siglos, Mexicali surgió casi por accidente y gracias a fuerzas provenientes de sitios distantes: los proyectos hidráulicos en Estados Unidos que desviaron el Río Colorado permitieron a Mexicali y al adyacente Valle Imperial de California convertirse en centros de producción agrícola; así, la región pasó de ser un desierto donde apenas crecía el mezquite a un oasis –por obra del riego– donde incluso florecía el algodón.
Cuando Alexander llegó a Mexicali en 1975, la ciudad llevaba medio siglo de procesos sociales, políticos y económicos de gran impacto. Quizá el más notable fue la Reforma Agraria, que durante los años del cardenismo (1934-1940) significó la repartición de tierras y la inmigración masiva de mexicanos de otras partes del país en busca de un terruño. El modelo de repartición giró en torno al ejido, una forma colectiva de tenencia de la tierra que permitía a los llamados ejidatarios el usufructo de la misma, pero no su propiedad, la cual permanecía en manos del Estado.
A partir de 1950, sin embargo, Mexicali dejó poco a poco de ser un centro agrícola y se convirtió rápidamente en ciudad. Los ejidos más próximos al centro se pavimentaron, los agricultores cambiaron el trabajo de campo por la maquila, los canales se convirtieron en avenidas. Burócratas, comerciantes y empresarios comenzaron a jugar un papel cada vez más importante en esta naciente urbe. Simultáneamente, el aire acondicionado propició la construcción de centros comerciales y otras infraestructuras urbanas, características de un Mexicali que se abría camino de cara a la contemporaneidad. A pesar de estos avances, hacia 1970 se puede decir que la ciudad había crecido de forma errática e improvisada, como un campamento en el desierto que se salió de control. Bungalows, casas prefabricadas y una mezcla de técnicas constructivas traídas por migrantes de diversas partes de la república le daban a Mexicali una sensación de ciudad transitoria que se extendía horizontalmente, una suerte de sprawl interminable propio de las ciudades estadounidenses, impulsado por una cantidad infinita de tierra y por el contrabando de autos baratos provenientes de Estados Unidos. En este escenario, urgían nuevas soluciones de vivienda y propuestas para esta ciudad atípica, donde la vida urbana y el mundo rural de los ejidos estaban en tensión con una modernidad de fuerte influencia norteamericana.
A su llegada al Valle de Mexicali, el arquitecto Christopher Alexander ya se había incorporado a la Facultad de Arquitectura en la Universidad de Berkeley, California. Sus proyectos por aquellos años incluían una escuela en Bavra, India (1962); un conjunto de cuatro viviendas del Proyecto Experimental de Vivienda (PREVI) en Perú (1971); el Centro comunitario de salud mental en Modesto, California (1972) y la construcción del comedor para la fábrica Sierra Designs en Berkeley, California (1975). Su práctica arquitectónica se compaginaba con el ethos de la California durante los años del movimiento hippie y el fin de la guerra de Vietnam. Los sesenta y setenta fueron para la Bay Area de California los del rock and roll, pero también de una serie de filosofías que pregonaban la vida en comunidad y de proyectos colectivos. Ese ambiente contestatario y rebelde tenía un importante epicentro en Berkeley, donde la vida universitaria giraba en torno a un voraz espíritu colectivo y donde los estudiantes experimentaban con el habitar a través de una serie de cooperativas de vivienda, como la Rochdale Village, una de las más grandes del mundo. Al mismo tiempo, la necesidad de construir vivienda en Mexicali era cada vez más palpable: el constante aumento de la población urbana traía consigo adversidades, como la ocupación ilegal de terrenos, la proliferación de residencias precarias y el crecimiento desordenado, situación que ponía presión sobre la urbe y sus gobernantes.2 La ciudad era un caso idóneo para el recién inaugurado Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (INFONAVIT), que hacia la segunda mitad de 1975 (de acuerdo con datos de la institución), entregaba “en promedio, un conjunto habitacional cada cuatro días” con un total de 40,683 viviendas terminadas a nivel nacional ese año,3 incluyendo el Conjunto Cucapah en Mexicali.
Por ello, no resulta extraño que en el conjunto de casas del proyecto experimental de Mexicali se ensayara directamente con una idea de vivienda colectiva y que ésta contara con apoyo de instituciones como el Departamento de Obras Públicas del Gobierno del Estado de Baja California y la Universidad Autónoma del Estado de Baja California (UABC). Con la premisa de crear pequeñas comunidades que fomentaran vínculos humanos, Alexander imaginó que las casas serían alzadas por quienes se convertirían en sus dueños: calculó que si las cinco familias inscritas en el proyecto dedicaban ocho horas diarias a la construcción de sus residencias, concluirían en apenas 16 semanas.4 En El Sitio –o patio de construcción del proyecto– estas nociones marcan un principio claro de colectividad: la realización de las casas no sólo implicaba un proceso de edificación, sino de construcción de lazos. Al trabajar juntos en aras de un proyecto común, los vecinos entablarían relaciones en su incipiente comunidad y, del mismo modo que la ciudad de Mexicali transitaba de la colectividad ejidal posrevolucionaria a modernas formas de vivienda colectiva, los habitantes del proyecto también transitarían hacia unas nuevas maneras del habitar comunal. Al incorporar a los alumnos y profesores de la universidad estatal al experimento –quienes completarían la mitad del trabajo– el proyecto acercaría a la principal institución académica de la ciudad al recién inaugurado espacio en la periferia. La participación de los estudiantes de arquitectura en la construcción, mano a mano con los residentes, cerraría la clásica brecha entre la “torre de cristal” y el peatón. En ese sentido, Alexander no sólo experimentó en El Sitio con formas arquitectónicas y materiales, sino con nociones como comunidad y trabajo colectivo. Y a pesar de que el proyecto se hizo con apoyo del gobierno del Estado, a través del Instituto de Seguridad Social al Servicio de los Trabajadores del Estado de Baja California (ISSSTECALI),5 su resolución no habría sido posible sin el trabajo de los estudiantes de Berkeley y de la Facultad de Arquitectura de la UABC, con quienes se diseñó y edificó la casa modelo.
El Sitio fue una especie de laboratorio donde se llevaron a cabo diversos tipos de indagaciones, una de las más notables fue de tipo material: los bloques con los que se construyeron las viviendas se intentaron fabricar en un inicio con sustrato minado directamente ahí, un tributo material al desierto, pero también un principio de ecología y economía que ya se veía en otros proyectos contemporáneos como Arcosanti, el laboratorio de arcología –un término que combina arquitectura y ecología– fundado en el desierto de Arizona por el arquitecto Paolo Soleri. Este proyecto habitacional también es testamento de una arquitectura al servicio de las necesidades de los habitantes: desde un nicho junto a la ventana para que los escolares hagan tareas, pasando por un muro que es a su vez librero, hasta un espacio para guardar herramientas o reunirse a comer luego de arduas jornadas de trabajo en la construcción. La casa, en ese sentido, no es una imposición del arquitecto: es un espacio que se discute y negocia con el habitante.
El proyecto de Alexander quedó truncado por las incompatibilidades entre el sueño del arquitecto y la realidad de una ciudad que tendía a la atomización y a la experiencia individualista: Mexicali no era Berkeley, y los sueños de una nueva clase de trabajadores urbanos no se asemejaban necesariamente a los de un ejidatario, mucho menos a los de un jipi de cooperativa. Al poco tiempo de haber concluido sus casas, los habitantes y constructores del conjunto de viviendas lideradas por Alexander, hallaron disgustos constructivos: la casa era fría en invierno, y los cuartos alargados no se prestaban a una distribución típica. Paulatinamente, renegaron de los espacios comunes, dieron la espalda a los patios, separaron las casas, y se atomizaron en torno a sus núcleos familiares. Las estructuras de las casas, sin embargo, siguen de pie. Curiosamente, el edificio original del proyecto sigue teniendo un propósito colectivo, hoy funciona como una pequeña clínica comunitaria de salud a cargo de la UABC. Quizá no es la idea de colectividad que imaginó Christopher Alexander, pero expresa y constituye una lección de un modo experimental y atemporal de construir.
Georgina Cebey es Doctora en Historia del Arte por la UNAM. Su trabajo se centra en la relación entre arte, arquitectura y ciudad. Es autora de Arquitectura del fracaso. Sobre rocas, escombros y otras derrotas espaciales (2017). Cebey es profesora investigadora de la Facultad de Arquitectura de la UABC, Mexicali.