El clúster de viviendas aparece en los escritos del arquitecto Christopher Alexander como una forma arquitectónica que responde e influye en la participación social. En la década de 1970, priorizar las necesidades y perspectivas de la gente –mediante la participación grupal, la toma de decisiones en conjunto y el uso compartido de recursos– buscaba enaltecer el bien común. Se consideraba que la forma del clúster podía servir para contener estas actividades.2 En su libro Un lenguaje de patrones (1977), Alexander yuxtapone el clúster de viviendas con los fraccionamientos, desarrollos suburbanos populares de viviendas similares producidas en masa y construidas en grandes fracciones o subdivisiones de tierra. Alexander cita algunas observaciones del sociólogo Herbert Gans, quien vivía en un fraccionamiento y notó que sus vecinos mayormente visitaban a las personas de las casas de al lado o cruzando la calle.
Considerando esta necesidad social –el gusto de la gente por socializar con quienes los rodean y dentro de un área más o menos circular–, Alexander propone un clúster “espacial” como unidad fundamental de la organización residencial. En lugar de la cuadrícula que caracteriza a los fraccionamientos y vuelve anónima la conexión entre vecinos, la forma del clúster, más amable con la socialización, traería de vuelta la verdadera vida vecinal.3
En “The Grassroots Housing
Process” (1973), el clúster tiene una
dimensión activadora. Alexander describe
un terreno común compartido por los
residentes, quienes tienen “derechos y
obligaciones, unos con otros”. A diferencia
del estilo pasivo de viviendas agrupadas
en torno a un acceso compartido, común
en los años cincuenta, estos habitantes de
clústeres “... construyen lo que quieren:
caminos, bardas [...] talleres, parques
infantiles...” o “una piscina o un huerto
comunes”.4 Un año después, en una
propuesta alternativa de plan maestro,
People Rebuilding Berkeley (1974)5
exponía un proceso de abajo hacia arriba
para transformar la ciudad de Berkeley
a lo largo del tiempo, a contracorriente de los planes maestros centralizados que supervisaba el departamento de
planeación. Un mapa de “Clústeres de vivienda y terrenos comunes” de
Berkeley mostraba, diez años después, “la transformación del sistema de retícula”
en un sistema de pequeños clústeres
vecinales. Con los esfuerzos graduales de
pequeños grupos a lo largo del tiempo, la
ciudad podría convertirse en una totalidad
cómoda y hermosa.6 En Mexicali, durante
1975-1976, un modelo de proyecto de vivienda popular con seis clústeres
interconectados que conformaran un
barrio de clústeres iba a llevarse a cabo
un clúster a la vez. La obra de Alexander
ilustra un enfoque transformador,
experimentado día a día, y que puede observarse en otras experiencias de vivienda de
mediados de los años sesenta y setenta que enfatizan
la propiedad y la toma de decisiones compartidas, un
crecimiento más natural a lo largo del tiempo.
La proliferación de yurtas y domos, estructuras contraculturales hechas por los propios residentes y comunidades, nos remonta al icónico clúster de aldeas en cuanto forma de vida vernácula, más auténtica y sustentable. Lo rudimentario, lo hecho a mano y lo irregular –productos de la mano y el corazón humanos o de la naturaleza– fueron la piedra angular, el rechazo de una estética dominante fabricada con máquinas. La construcción de sistemas alternativos no se veía como utópica o experimental, sino como un “camino”, como lo expresó un miembro de una comuna, “de las cosas como son a las cosas como deberían ser”.7 Un camino hacia la “naturaleza fundamental” de la gente.8
Si bien muchos representantes de la contracultura rechazaron la economía de mercado existente, otros tuvieron más éxito trabajando de su mano. Se establecieron cooperativas modelo, a menudo tras largos esfuerzos por obtener la aprobación y el financiamiento correspondientes.9 Algunos jornaleros mal pagados, alojados en inadecuadas viviendas de trabajo agrícola, conformaron cooperativas de capital limitado para comprar y reconstruir casas utilizando su propia mano de obra.10 En 1972, se inauguró en Dinamarca el primer proyecto de covivienda, una clásica disposición de casas en un clúster y una casa común en torno a un espacio abierto compartido.11 Ese mismo diseño de clúster puede observarse en el primer proyecto de covivienda en Estados Unidos, Muir Commons, que se inauguró varias décadas después en California.
¿Por qué hoy en día no vemos más barrios cuadriculados convertidos en clústeres con una mayor colaboración entre vecinos? ¿Por qué hay menos alternativas de vivienda que enfaticen la interacción social y fortalezcan la cohesión de la comunidad? Ocasionalmente algunos nuevos desarrollos dejan traslucir fragmentos de las experiencias de los años setenta en viviendas más participativas y socialmente orientadas. También existe un claro vínculo con las comunidades intencionales de la actualidad: covivienda, ecoaldeas, y nuevos modelos de vida cooperativa. Sin embargo, su difusión en Estados Unidos sigue siendo limitada.
El clúster es relacionalmente complejo en comparación con las formas jerárquicas y de retícula. Pocas comunas sobrevivieron en los años ochenta, a menudo por falta de habilidades de comunicación y de resolución de problemas. Hoy en día, las cooperativas son una “herramienta probada en el tiempo, pero subutilizada”,12 cuya creación aún cuenta con poco apoyo y recursos. En el clúster que sí se construyó en Mexicali, las familias se alejaron del patio compartido y dividieron el espacio común.13
El zeitgeist del clúster, viviendas energizadas en espacios de colaboración para crear vidas cotidianas mejores y más humanas, resurge de manera periódica. Y aquí estamos, en el siglo XXI, de nuevo con nuestras necesidades sociales (muchas y muy humanas), contemplando expectantes esta prometedora forma física. Podemos construirla en el espacio, pero no necesariamente ofrecemos las herramientas para diseñar y mantener su intrincada forma social. Proyectos de clústeres como la experiencia de Mexicali nos recuerdan que la frontera social en arquitectura sigue siendo un espacio inhabitado.
Dorit Fromm es investigadora de diseño, escritora y arquitecta. Como estudiante de UC Berkeley, participó en el Proyecto Experimental de Mexicali con Christopher Alexander. Es autora de Collaborative Communities (1991) y coautora con Els de Jong de Cluster Cohousing Revisited (2021).