El experimento Mexicali
El experimento Mexicali
Bajo el sol. Ahí es donde su cuerpo resiste largas horas, ininterrumpidas, hasta que sus manos olvidan que están cultivando algo y sus ojos comienzan a ver un paisaje en lugar de un campo agrícola. Estos paisajes no son vastos, horizontales y arrebatadores como los del Oeste norteamericano, sino más bien parecen pastizales que tiritan, un flósculo separado y abandonado bajo una piedra, o una rama joven con forma de codo, todos encontrados durante un paseo sin rumbo. Pastizal llama a estas caminatas desplazamientos coreográficos o “el resultado de performatividades solares de largo plazo en campos de mariguana y brócoli”. Mientras pizca en los surcos, crea pequeños actos de desobediencia: al colocar flores de aluminio en ramas miniatura, esculpir el lodo en formas irregulares, o cubrir el sol con su pulgar u otros objetos que encuentra. Su presencia como artista y persona trabajadora indocumentada a menudo se vuelve invisible, se diluye entre el campo, las montañas y las praderas silvestres que esporádicamente habita por la noche.
Mi primer encuentro con la obra de Pastizal Zamudio fue en un centro cultural en Tijuana, Baja California, un lugar poco común para exhibirla, pues sus ideas son en su mayoría efímeras y se hallan ocultas en las tierras agrícolas al otro lado de la frontera. La instalación que vi era como el asentamiento abandonado de algunos nómadas que habían dejado atrás sus cuencos, ramas y esculturas de barro. En uno de los lados, una gran tela tensada en dos postes de madera mostraba la imagen repetida de una estrella irregular. Una estrella que podría ser un sol, o una estrella deshidratada por el sol. ¿Acaso era sólo su sombra en extinción? En ese momento, Pastizal aún no era Pastizal. En ese entonces usaba el seudónimo Miyata Hisanori, un nombre robado de una tumba.
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Es como una danza, como danzar un edificio; éste es el arte de la construcción.
Christopher Alexander1
Nadie en su sano juicio quisiera llevar a cabo utopías porque son sueños personales no anclados en la realidad, escribió el arquitecto Christopher Alexander a fines de los años sesenta. Los proyectistas, por su parte, no podían ofrecer una visión completa de un mejor futuro porque sólo se basaban en datos. Los arquitectos modernos, argumentaba, producían edificios feos y alienados que estaban “jodiendo al mundo”.2 La búsqueda insaciable de Alexander por diseñar edificios con sensibilidad, que pudieran ser hermosos y estar vivos al mismo tiempo, se convirtió en algo parecido a la búsqueda de un filósofo por la verdad. El Center for Environmental Structure, que el propio Alexander y sus colegas fundaron en 1967, –en el apogeo de una época consumida por la cibernética, el ambientalismo y la fiebre del hágalo usted mismo–, podría confundirse con cualquier aventura contracultural arquitectónica de Berkeley. Pero sus experimentos, como el de la ciudad fronteriza de Mexicali, siguen vivos después de cincuenta años.
Nunca había escuchado acerca de Alexander, el padre del célebre y polémico Lenguaje de patrones, el prodigio detrás del diseño computacional de los sesenta, el arquitecto terco y nostálgico en busca de un modo atemporal de construir, y el querido profesor excluido y progresivo de Berkeley. Quizá las personas que habitan y utilizan sus edificios tampoco sepan quién fue, pero quienes aún viven en el clúster de viviendas en Mexicali saben al menos que sus casas fueron construidas por las manos de sus propios padres y abuelos en la década de 1970; que las cinco casas donde despiertan todas las mañanas requirieron que sus familias palearan la tierra, ensamblaran las ventanas, levantaran las columnas y aprendieran a entretejer los techos en forma de canasta que los resguardan del clima seco y abrasador de Mexicali. Esto debe crear algo especial en su mente, aun cuando el clúster ya no sea un clúster, sino un laberinto de rejas, retículas y concreto que revela la vida posterior al proceso humano romántico que alguna vez les dio vida.
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Pasé muchos meses buscando sin éxito a Miyata Hisanori. Sin
un rostro, en mi mente sólo permanecía una estrella solar asimétrica
y distorsionada. El anonimato y la ambigüedad nos vuelven
obsesivos, el ser incapaces de nombrar las cosas, decir de dónde
vienen, como el modo atemporal de Alexander, o su obsesión con la
“cualidad sin nombre”3 que, según él, les da alma a los edificios.
Aquella instalación me perseguía. Resulta difícil ponerlo en palabras, pero era remota y futurista a la vez. Y fue entonces cuando vi el tractor, un tractor con una estrella torcida en el parabrisas. Parecía una araña amenazante con patas alargadas. La persona detrás de la foto era Pastizal Zamudio, otro nombre que alude al paisaje y a la vegetación que se regenera al amanecer. En nuestro primer encuentro, Pastizal trajo consigo una maleta estilo Mary Poppins de la que sacó delicadamente pequeños amuletos, estampas, talismanes, recibos, dibujos, baratijas y fotografías, la mayoría recolectados durante sus viajes entre México y Estados Unidos, y vinculados por casualidad, destino y karma. Con una voz aterciopelada, Pastizal habló sobre fenómenos, la respiración, caminatas y sobre acontecimientos no documentados: estudios solares, lágrimas de cera enterradas en una montaña, luces reflejadas en árboles y piedras, y sueños etéreos. También habló sobre las estrellas irregulares que su padre vio en la pared antes de morir. Estrellas, aseguró, que eran las sombras de jinetes cabalgando. En ese entonces, yo no había leído El suelo luminoso (2004) de Alexander, en el que explica por qué una estrella “cruda y mellada” que adhirió a un granero creaba un ser más profundo que una estrella normal. De cierta forma, las distintas longitudes y ángulos le daban vida al edificio: “Éste es el espíritu. Éste es el contacto con el yo”4, escribió Alexander.
En febrero de 2022, invité a Pastizal a realizar
una nueva comisión de arte que involucraría crear un
diario que siguiera su propio proceso como persona
vagabunda y jornalera en ambos lados de la frontera, y
dejar que el tiempo y las circunstancias decidieran el
resultado. Aceptó de inmediato.
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Una vez que Alexander descubrió la morfogénesis –o cómo los organismos desarrollan su forma–, la adaptó, en los años setenta, a sus teorías e investigaciones para diseñar nuestro entorno físico como una entidad viva. El arquitecto diagramó el tejido social de las ciudades reuniendo actividades rituales, económicas y culturales al mismo tiempo que buscaba el código genético de los edificios. Descubrió propiedades inherentes en la naturaleza, como la escala, la repetición, los límites, las simetrías y los ecos, que podían aplicarse al pensamiento vernáculo. También analizó la interconexión de actos infinitesimales a nivel molecular y su capacidad de crear unidades o totalidades. Sus diagramas y teorías influyeron en la generación de la informática y contribuyeron a la revolución tecnológica de la época, pero a él le interesaba más cómo la arquitectura podía contribuir al cambio social y a una forma de vida que no estuviera alienada por el desarrollo de fraccionamientos en paisajes áridos.
—Sólo para darte una idea de lo que quiero decir
con sistema generativo: verás, uno de los proyectos de
construcción más interesantes que he hecho fue uno
muy primitivo en México —dijo Alexander.
—¿La vivienda para trabajadores en Mexicali? —preguntó el arquitecto Rem Koolhaas en una entrevista.
—¡Sí! —respondió Alexander —: Logré implementar un sistema de construcción único que no he podido replicar en otros contextos.5
Y continúa explicando cómo se desarrolló el
sistema paso a paso, cómo resultó barato y sencillo,
y permitió que las casas fueran distintas de acuerdo
con las necesidades de las familias, y cómo los
miembros de estas familias tejieron canastas utilizando
listones de madera para hacer bóvedas que acabaron
teniendo distintas formas y ángulos graciosos. Cuando
Koolhaas confesó que había una contradicción entre
la pureza del proceso y la ambición de empoderar a la
gente, Alexander comentó:
—No exactamente. Mira, mi objetivo real es: quiero que la tierra sea hermosa.6
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Debido a la ausencia de señal en lugares remotos del campo, los mensajes de Zamudio llegaban al amanecer. Yo recibía las imágenes en pedazos: unas manos sosteniendo esculturas traslúcidas en miniatura; plumas como si fueran fantasmas en paisajes inhóspitos; gelatina de silicona escurriendo de sus dedos. También había imágenes de nubes, fragmentos de canciones y manos sosteniendo cosas contra una ventana de pasajero. Entre las preguntas que me obsesionaban en ese momento estaban ¿Cómo hablar de un territorio desde la perspectiva tanto del nómada como del sedentario? ¿Cómo se desestabiliza y cambia la tierra al caminar sobre un lugar? ¿Acaso somos habitantes de una delgada superficie?
Pastizal poseé una doble condición nómada y sedentaria; es habitante de las “Californias”, como persona nativa del norte mexicano, y errática-jornalera del sur estadounidense. Mexicali es una ciudad que en algún momento fue trazada por sus campos de algodón y los restos del Río Colorado. En la actualidad, su moderna industria agrícola sigue en expansión, pero son las humeantes maquiladoras las que han remodelado la ciudad en forma de una conurbación fabril donde la mano de obra barata permite ensamblar turbinas y autos, producir agroquímicos, y empacar comida para China. California produce más de una tercera parte de las verduras de Estados Unidos, casi todas cosechadas por mexicanos.
Durante sus viajes, a las botas de Pastizal se les adhiere el lodo de los campos estadounidenses, y luego, sin intención alguna, se dispersa en México en forma de polvo. Pero lo que realmente importa es lo que ocurre más allá del mundo físico; porque lo que Pastizal lleva y trae no es el polvo, sino una energía telepática, casi como un aura extrasensorial que se manifiesta mediante sus caminatas en campos erráticos, mediante actos hipnagógicos de respiración y escucha, mediante su prudente cuidado del frágil follaje herbáceo bajo el sol. Muy probablemente, su hogar invisible ocurre durante actos de levitación.
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“Una casa no es sólo un cascarón para habitar; también es un despliegue de nuestra experiencia”7, escribió Alexander en 1973, en un momento en que luchaba por encontrar una forma de construcción que no se impusiera sobre la tierra, sino que resonara con su cosmología. A diferencia de lo que muchos asumían, el arquitecto creía que las máquinas y la tecnología podían formar parte de su sistema simbiótico, que la computación y la cibernética eran herramientas para encontrar la totalidad que llevaba buscando toda su vida. En realidad, sus investigaciones sobre sistemas y la búsqueda de la armonía tomaban ejemplos del “arte, la arquitectura, la embriología, la física, la astrofísica, el dibujo, la cristalografía, la meteorología, la dinámica de los sistemas vivos, y la ecología”.8 Su interés en estructuras antiguas, catedrales y ciudades medievales surgió de la cualidad inherente de éstas, que contrasta con nuestra época de espiritualidad árida, “infectada por la banalidad”9. De allí el enfoque vernáculo del lenguaje de patrones y el interés ulterior del arquitecto por encontrar el significado de la arquitectura en la conciencia, el alma, la religión y el amor. Es por ello que, en sus teorías, la totalidad [wholeness] es un proceso que se despliega continuamente, siempre incompleto. En relación a Mexicali, Alexander escribió que “las casas nunca se terminan; existen en un estado imperfecto, en constante cambio y mejoría, así como nosotros también existimos en un estado imperfecto, luchando constantemente por mejorarnos a nosotros mismos”.10
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Una mañana temprano, el 3 de febrero de 2022,
Pastizal me envió una imagen de lo que parecía ser un
clúster de casas. Pregunté qué era y respondió: “un
proyecto comunitario de los setenta y mi primer hogar
en Mexicali”, a lo que agregó “creo que lo construyó
un famoso arquitecto llamado Christopher Alexander”.
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Un mes después, el 17 de marzo de 2022,
Christopher Alexander murió de pulmonía a los 88
años en Binsted, Reino Unido.
mi primera interacción con la casa
después de veinte años
fue dibujar un sol sobre el tragaluz
en lo que solía ser la habitación de mis xadres
Pastizal Zamudio
Originalmente, la primera casa de Pastizal no fue construida como casa, sino como un patio de constructores (builder’s yard), concebido por Alexander como el sitio experimental en cada proyecto de vivienda. En este lugar se crean y se ensamblan todas las partes, se prueban los modelos a escala natural, lo cual les brinda a los habitantes la oportunidad de aprender del proceso a medida que se convierten en sus constructores. Los cuartos terminados sirven para alojar a los arquitectos residentes. El complejo crea un centro fuerte, donde todos comen y socializan al final del día. Cuando el proyecto concluye, puede servir de centro comunitario. En el “experimento mexicano” –construido frente a cinco casas–, El Sitio fue, de acuerdo con Alexander, el punto de partida físico y espiritual de todo el proceso, “dispuesto con tanto cuidado como –o quizá con más cuidado que– las propias casas que vendrían después”.11
Cuando Pastizal regresó a este sitio, su primera
casa, yo le acompañé. Parecía como si los arcos y
nichos que recordaba aún estuvieran en los rincones,
así como los pequeños compartimientos secretos que
ahora redescubría con sus manos adultas. Surgieron
flashbacks de una época anterior, aun cuando la
habitación de sus padres se había convertido en
una sala de obstetricia y los corredores estaban
cubiertos con señales de salidas de emergencia y
advertencias de materiales tóxicos. El complejo se
había transformado en una clínica, pero el edificio daba la impresión de estar él mismo en cuidados
intensivos, rodeado de cables eléctricos, horadado
por nuevas puertas metálicas y cubierto de varias
capas de pintura desde su construcción en 1976. Los
aspirantes a profesionales de la salud caminaban a
través del patio central, pero con prisa, pues el calor
de Mexicali los obligaba a entrar al aire acondicionado
de reciente instalación.
La placa metálica permanece en la entrada. En ella se lee algo así: El Sitio. Casa prototipo construida entre 1975-1976. Proyecto de investigación dirigido por Christopher Alexander. En 2005, fue reconstruida y rehabilitada por la Facultad de Medicina para instalar el Centro Comunitario. Hay algo sobre las placas que glorifican a los lugares y, sin embargo, no hay una historia sobre la familia de Pastizal en cuanto inquilinos, ni sobre los ocupas ilegales que fueron desalojados por la universidad a fines de los noventa para que la familia de Pastizal pudiera ir a vivir allí. La historia suele ser huidiza y fugitiva. Pero, sobre todo, está siempre incompleta. Algunos de los vecinos de Pastizal –los hijos e hijas de las cinco familias que construyeron las casas en los años setenta–aún reconocen su rostro. Uno de ellos nos abrió amablemente la puerta de su pequeño hogar. Adentro vimos la bóveda tejida, ahora cubierta de pintura, como si fuera una escayola sobre una columna vertebral curva; vimos restos de los bloques de adobe y cemento que han resistido los sismos cíclicos de Mexicali; y vimos periódicos de los años setenta despegándose de los techos abovedados, como si el pasado remoto fuera de estratos geológicos sedimentándose en el edificio.
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El padre de Pastizal falleció hace algunos años debido
a una enfermedad respiratoria. No pudo ver cómo su casa fue
transformada en clínica. Ni cómo Pastizal, ahora artista, pudo
dormir de nuevo en su habitación, trepar a los techos abovedados,
y escuchar el murmullo de las grietas del edificio por la noche. Tampoco pudo ver cómo pulverizaba el nuevo
cemento incorporado en el patio central y lo
reemplazaba con un suelo, un suelo luminoso hecho
con más de cien piedras de barro moldeadas con sus
propias manos.
Como arquitecto y profesor que les decía orgulloso a sus estudiantes que su casa había sido construida por Alexander, el padre de Pastizal habría sabido que las piedras y las grietas del nuevo piso no son accidentes, sino patrones, “jardines espontáneos” moldeados en forma de estrellas irregulares. Muy probablemente habría reconocido que la banca que Pastizal y su vecino hicieron con un poste de luz en lo que solía ser el jardín, es un elemento central del pensamiento de Alexander. Para alcanzar la calidad sin nombre, “un edificio debe construirse, al menos en parte, con aquellos materiales que envejecen y se desmoronan. Baldosas suaves y ladrillos, con pasto que crece entre las ranuras que dejan las piedras”12, escribió Alexander.
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si la tristeza mora en la -unidad-
es porque los “centros vivos” son seres
que usan sistemas integumentarios basado en emociones;
christopher dice que podemos sentir tristeza en una columna
Pastizal Zamudio
La belleza es inocente, aparece cuando la gente
se olvida de sí misma, cuando a la gente que hace cosas
no le importa lo que la gente piense de ellas.13
Christopher Alexander
Es cierto que Pastizal usó el libro El modo atemporal de construir
de Alexander como oráculo y guía para su proyecto, como si
sus pequeñas acciones en el edificio estuvieran dictadas por
cleromancia. Es cierto que hubo muchas coincidencias cuando
comenzamos a trabajar en el centro de salud universitario El Sitio:
que la habitación que Pastizal ocupaba en su infancia también fue
“el cuarto de Chris”, cuando vino a construir el proyecto en los años setenta y que el centro de salud había convertido el mismo cuarto
en una guardería y había pintado estrellas irregulares en una de las
paredes.
Pero antes de que Pastizal decidiera sustituir el nuevo piso de cemento del patio con lozas de barro para crear un jardín de meditación, viajó a California para ver otras casas del arquitecto, sólo para descubrir que, al igual que en Mexicali, Alexander había elegido cuidadosamente los adornos, las columnas, los motivos y las celosías para poner a prueba su teoría de la totalidad, los espacios positivos, los gradientes, la rugosidad y los vacíos. Pero incluso antes de eso, ambos dedicamos un año a leer a Alexander, para entender que su lenguaje de patrones no es un manual de instrucciones, sino una filosofía de vida. Que la “cualidad sin nombre” sólo es posible si existe cierto parentesco con el mundo mismo, y si se comprende que la vida surge e interactúa constantemente en todas las escalas. Que aun cuando sus teorías suelen tener un aire de pomposidad o utopismo velado, o posibles guiños a doctrinas moralizantes, contienen cierta verdad, y quizá preguntas oportunas.
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Indagamos si la universidad permitiría a Pastizal quitar
el piso de cemento y crear un nuevo jardín en su
lugar. Durante muchos meses y sin planes formales,
los vecinos acudieron a ayudar con la preparación de
la tierra. Pastizal pasaba sus días y noches con The
Production of Houses (1985) bajo el brazo, tocando
superficies, escuchando entre los muros, pensando
en cómo el edificio parecía unos pulmones hechos de
piedra, pulmones que respiraban y obtenían el aire de
los corredores y las ventanas.
Se construyó un horno especial a varios kilómetros de distancia para cocer las piedras, sólo de trece en trece. Cada una de ellas fue amasada y cuidada por Pastizal como si fuera un ser vivo. Su antiguo cuarto, el cuarto de Chris, se usó como si fuera una unidad de cuidados intensivos, con humidificadores y ventilación especial para evitar que las piedras se astillaran con el calor de Mexicali, y para permitir que su superficie porosa respirara sus canciones y su voz aterciopelada.
El lugar se volvió a convertir en un sitio
experimental donde artistas, vecinos, arquitectos y albañiles convergieron para crear un piso que se convirtió en un jardín para las enfermeras, los
estudiantes y la comunidad. Quizá nadie notará que
Pastizal modeló cada una de las piedras en forma de
estrellas irregulares, y que sus grietas son parte de un
proceso vivo. Cuando los estudiantes de Alexander14 regresaron a Mexicali siete años después de
concluidas las cinco viviendas, el arquitecto vio
imágenes de cómo se habían transformado las casas:
“Algunos arquitectos se sentirían incómodos de ver
que su obra está cambiando... Cuando se terminó, las
viviendas no tenían la misma cualidad de integración
que tienen ahora. Ahora es tan común que se integra
mucho mejor a la vida y eso me hace muy feliz. Ésta
es la cualidad que realmente busco”.15
algunas grietas parecen bocas a punto de murmurar algo,
cíclopes pronunciando mantras,
bajo uno de ellos baila una oruga.
Pastizal Zamudio
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Este texto fue originalmente comisionado
por la curadora Zeynep Öz como parte de
su proyecto YAZ Series para la Bienal de
Sharjah, Sharjah Art Foundation (SAF),
Febrero – Mayo 2025.
Andrea Torreblanca es una curadora y escritora mexicana interesada en las intersecciones entre arte, arquitectura, performance e historia social. Tiene un máster en Estudios Curatoriales por el CCS, Bard, Nueva York. Actualmente es directora de proyectos curatoriales en INSITE y fundadora y editora de INSITE Journal.