Vivienda
de
autoayuda
indeseada
Vivienda
de
autoayuda
indeseada
Construí esta casa con mis propias
manos. Se trata de una expresión común,
que connota no sólo el hecho de construir,
sino el orgullo de la propiedad, una
propiedad que se gana con el sudor y el
esfuerzo físicos.
En 1975, Christopher Alexander
ayudó a organizar un tipo distinto de
comunidad en Mexicali; en ella, los
residentes participantes fueron invitados
no sólo a cooperar físicamente a construir
su vivienda, sino también a formar parte
del proceso de imaginar la construcción.
Mediante el acto de cocreación, ya fuera
en la conceptualización sobre su uso o en
la construcción de pisos, muros y techos,
Alexander esperaba que los participantes
se liberaran del orden impuesto sobre la
vivienda industrial moderna.
Al vincular la autoconstrucción con la reparación y la belleza, Alexander se inscribe dentro de un movimiento ideológico más amplio que defendía la importancia de una comunidad que construyera para sí misma. Algunos expertos en vivienda, legisladores y expertos técnicos como Charles Abrams y John F.C. Turner se adhirieron durante la era de la Guerra Fría a un principio paralelo, según el cual consideraban la vivienda de autoayuda como una combinación admirable de inversión afectiva y material. Si bien el acto de construir propiamente dicho constituía sólo una subsección de una ideología más amplia de democracia y libertad, era un elemento bastante indispensable.
Hoy en día, la autoconstrucción está por todas partes en el sur de California. Sin embargo, a diferencia de los proyectos de vivienda experimentales de Alexander en Mexicali, y de muchos de los programas que las Naciones Unidas implementaron durante la Guerra Fría en el sur global, estas comunidades californianas de autoayuda no son elogiadas por construir su propio refugio, ni sus esfuerzos por construir cuentan como un signo de inversión colectiva o personal. Todo lo opuesto: las estructuras autoconstruidas están destinadas a ser despejadas, y los políticos hacen y destruyen carreras prometiendo terminar con una crisis de vivienda que se ha vuelto profundamente intolerable, tanto para inquilinos como para propietarios, debido a la proliferación de la vivienda autoconstruida.
¿Por qué la vivienda informal autoconstruida no es tan
celebrada como la vivienda formal autoconstruida? ¿Por qué
alcaldes del sur de California como Todd Gloria o Karen Bass no
dicen ni una palabra sobre la labor de autoayuda de los habitantes
de Tecolote Canyon que construyeron todo un barrio en un espacio
recreativo y abierto, o sobre los esfuerzos indudablemente arduos de
las personas sin hogar de Skid Row en Los Angeles cuando se ven
obligadas a reconstruir sus carpas y estructuras de cartón tras las
redadas policiales de madrugada?
Para empezar, se supone que la autoconstrucción fomenta un mayor control por parte del usuario. Incluso los proyectos suburbanos tipo «hágalo usted mismo» altamente individualizados que van en contra del ethos comunitario del experimento de Alexander en Mexicali permiten que el propietario de la casa le dé su propio uso (incluso si ese uso tiene más que ver con aumentar el valor de la propiedad que con cómo el propietario quiere habitar su espacio). Los sudcalifornianos «sin techo», en cambio, optan por construir en aceras, cañones, parques y aparcamientos: espacios nebulosos que son legalmente propiedad de otros y cuya conversión a usos residenciales quita a los propietarios la capacidad de utilizar el mismo espacio. Los términos comunes reflejan estas valoraciones, ya que el lenguaje festivo del «hágalo usted mismo» y el «diseño participativo» contrasta fuertemente con la invisibilidad del esfuerzo humano en términos como «indigente» y «desamparado». En el sur de California, la autoayuda es ante todo una cuestión de propiedad, no de construcción participativa de la comunidad. El trabajo, el esfuerzo y el pensamiento creativo importan, pero sólo si se tiene la titularidad legal.
Las tiendas de campaña y los cobertizos, los autos estacionados y las casuchas no se llevan bien con los mercados inmobiliarios ni con las inversiones formales existentes en vivienda. Quizá nunca lo hayan hecho: desde fines del siglo XIX y durante todo el XX, los residentes urbanos de clase media y alta han denigrado consistentemente la existencia (y cercanía física) de las personas que habitan este tipo de viviendas. Históricamente, la vivienda informal en el sur de California ha crecido por olas, sobre todo en respuesta a las condiciones económicas cambiantes en las escalas nacional e internacional. A fines del siglo XIX, por ejemplo, la agricultura de gran escala y la urbanización alimentaron la formación de comunidades agrícolas informales de pequeña escala a lo largo del lecho de los ríos en ciudades como Riverside. El número de personas sin hogar aumentó durante la Gran Depresión y volvió a dispararse con la escasez de vivienda posterior a la Segunda Guerra Mundial. En cada uno de estos periodos, los barrios bajos, los albergues para indigentes, los asentamientos improvisados de la Gran Depresión (conocidos en inglés como Hoovervilles) y las viviendas unifamiliares marcaron los lugares a los que acudía la gente cuando quedaba excluida económica o socialmente de la vivienda formal. La desinstitucionalización de las enfermedades mentales en los años sesenta del siglo XX obligó a un número aún mayor de sudcalifornianos a vivir de manera auto-suficiente, así como también el cambiante panorama normativo para quienes luchaban contra el abuso de sustancias en las décadas de 1980 y 1990.
Es evidente, pues, que hubo olas en las que la informalidad aumentó más rápido que en otros periodos. Sin embargo, lo que permaneció fueron los esfuerzos de la gente por controlar sus propios entornos físicos y construir comunidades habitables. En otras palabras, la construcción de casas fue una constante a lo largo de distintos periodos históricos.
Esto sigue siendo cierto en la década actual. Las micronarrativas pueden ayudar a entender mejor las formas sutiles en que los californianos del sur intentan preservar su autonomía y restaurar la plenitud. Pensemos en el espacio de un solo vehículo: cuando 20,000 residentes del condado de Los Angeles eligieron dormir en sus autos en 2020, sin duda aprendieron qué vecinos caminaban por la manzana y en qué horarios, quiénes eran capaces de llamar a la policía al ver ventanas de autos cubiertas, y qué partes de las zonas industriales eran más oscuras y tranquilas. Tuvieron que aprender adónde podían ir a ducharse o usar el baño. Las personas del sur de California que vivían en automóviles y buscaban eludir a la policía a toda costa debían evitar muchas de las ciudades de Orange County que comenzaron a criminalizar vivir en los autos en la década de 2010, o de San Diego, ciudad que aprobó y aplicó una ley que prohibió estacionarse durante la noche desde 2019 hasta febrero de 2024, o en San Gabriel, Pasadena, Glendora, Arcadia, Sierra Madre, y otras ciudades del condado de Los Angeles que aún tienen este tipo de prohibición.
El simple hecho de que un mayor número de personas haya
elegido vivir en autos, los californianos del sur obligaron a los políticos
y a los residentes de viviendas formales a llegar a un acuerdo con ellos,
lo cual trajo como resultado, en algunos casos, ciertas sanciones y
protecciones oficiales, que daban pie a la segregación. Desde 2017,
Hollywood, el centro y la zona oeste de Los Angeles, el Valle de San
Fernando, San Diego, Santa Barbara, Goleta, Carpinteria y Lompoc
permiten la existencia de zonas para que la gente se estacione y tenga
acceso a recursos básicos como baños portátiles.
Pero no sólo este tipo de políticas de arriba a abajo nos ayudan a ver los efectos de la acción y esfuerzo individuales. Las personas que eligen vivir en sus autos suelen ser fugitivos que se desplazan de un lugar a otro para evitar la mirada del público pero, al habitar los interiores de autos que escapan al escrutinio público y ofrecen cierto grado de seguridad, también constituyen hogares exitosamente privados. El interior de un sedán familiar está bajo el control de la familia y el mundo exterior no tiene derecho a verlo.
En el sur de California, la diferencia de clase pone de manifiesto
los límites de cualquier debate sobre la vivienda comunitaria. La
creatividad y el trabajo de los residentes importan menos que la
cantidad de dinero que tenga la gente para vivir de un modo que se
ajuste a sus necesidades. El panorama cambiante de la vivienda informal
en la región resalta el modo en que la gente intenta construirse sus
propias casas, pero se trata de una forma extrema de autoayuda, una
versión grotesca de la idea de diseño participativo para quienes carecen
de medios para vivir con mayor libertad y seguridad. Los programas de
aparcamiento seguro son un reconocimiento de la importancia de la
seguridad y la privacidad, pero no abordan la desigualdad fundamental
que supone que algunas personas vivan en coches aparcados junto a
las casas amuebladas de otras personas.
Nancy Kwak es Profesora Asociada de Historia y de Estudios Urbanos y Planificación en la Universidad de California en San Diego. Es doctora en Historia por la Universidad de Columbia. Kwak es autora de A World of Homeowners (2015) y ha publicado varias obras sobre la historia de la vivienda.