Llegué por primera vez a Belyuen en 1984, después de terminar mi licenciatura en filosofía continental. Belyuen es una pequeña comunidad indígena en el centro de lo que la mayoría de los mapas presenta como Península de Cox, ubicada justo frente al Puerto de Darwin en el Territorio del Norte de Australia. El nombre Belyuen proviene de una poza totémica ancestral ubicada al fondo de la comunidad. Cuando llegué, los hombres y mujeres indígenas de Belyuen llevaban involucrados en un reclamo de tierras desde 1976, año en que los ancianos de la comunidad habían interpuesto un reclamo para recuperar sus derechos sobre los territorios circundantes aprovechando una nueva legislación federal, la Ley de Derechos de Tierra (del Territorio del Norte). La ley fue ampliamente difundida como un parteaguas en el reconocimiento de los derechos indígenas por parte de los colonos, aunque, en esencia, la disposición general era bastante absurda. La ley “permitía” que los grupos indígenas demandaran la devolución de sus tierras, si éstas aún no habían sido apropiadas por parte de personas no indígenas y si los demandantes indígenas lograban demostrar que se apegaban a un modelo antropológico de propiedad tradicional .
A lo largo de los siguientes años, audiencia tras audiencia, el reclamo se volvió más complejo, pues las presiones que pesaban sobre la comunidad la estaban llevando a fragmentarse: un clan contra el otro, una base de pertenencia contra la otra. Con cada división, los delicados discursos de pertenencia locales se reducían, por un lado, a una rígida lógica colonizadora centrada en la reproducción biológica y, por el otro, a las fronteras entre los clanes de un tiempo anterior al colonialismo, un tiempo intocado por la historia, un tiempo dominado por el orden social. Los únicos asuntos que importaban desde el punto de vista legal eran que los demandantes estuvieran biológicamente relacionados con al menos un antepasado indígena certificable y las líneas de separación imaginadas que pudieran trazarse para separar un país del otro. El antropólogo Peter Sutton descartó como algo “histórico”, y no tanto “tradicional”, las energías creativas que los pueblos indígenas despliegan para analizar y transformar el salvajismo, la dislocación y el despojo coloniales en un modo apropiado de pertenencia y recuperación. La forma en que el legado ancestral de cada país estaba entramado con la reciprocidad de la práctica ceremonial, la amistad y las dinámicas constituyentes de las sustancias corporales humanas (sudor, sangre, lenguaje) era crucial; el mundo más-que-humano se descartaba como algo determinante. De esta suerte, el Estado-colonizador pudo alzarse con una proeza sorprendente y paradójica: ubicó los reclamos de los indígenas sobre sus tierras en el tiempo histórico (no podían reclamar ninguna tierra que hubiera sido apropiada después de la invasión europea) e insistió en que dichos reclamos no podían basarse en la respuesta humana y más-que-humana a la crueldad histórica de la invasión europea (los reclamos debían basarse en las tradiciones anteriores a la invasión). Unos veinte años después, algunas de las tierras fueron devueltas, pero para entonces la comunidad estaba destrozada, y sus principios y prácticas de pertenencia estaban sometidos a una presión extrema.
El asunto de la tierra y el derecho de nacimiento, y de manera más amplia los asuntos de quién pertenece dónde y cómo evitar la entrada de ciertas personas, se han desarrollado en forma de una violenta reacción contra el capitalismo global, al tiempo que algo similar a un imaginario cosmopolita kantiano se ha mezclado con un nacionalismo xenofóbico. Los virulentos sentimientos racistas, articulados retóricamente con un poderoso nacionalismo, hacen surgir el espectro de nuevas formas de fascismo. En tal hervidero discursivo, resulta difícil considerar inocuo el amor por un lugar entrelazado con el legado de un lugar. Y, sin embargo, desde mi primer encuentro con los hombres y las mujeres mayores, ahora difuntos, que vivían en Belyuen, hasta mi relación actual con sus descendientes karrabing, se forjó una identificación entre distintos modos de pertenencia al país: el suyo en relación con las tierras que se extienden a lo largo de la Península de Cox y hacia la costa, y el mío en relación con mi pueblo paterno en lo que ahora son los Alpes italianos. A lo largo de los años, han surgido dos formas de entender las implicaciones de cómo la pertenencia ancestral a un lugar puede o no compaginarse con el capitalismo y el fascismo. Empezaré hablando de mis tierras paternas.
Nací en Búfalo, Nueva York, pero mi familia se mudó a Shreveport, Luisiana, en 1964, cuando yo tenía dos años y medio, por la época en que el Congreso de EUA aprobó la Ley de Derechos Civiles y la Ley de Derecho al Voto. Shreveport estaba en el centro del Cinturón bíblico, era la ciudad más grande en la parroquia de Caddo y estaba inundada de banderas confederadas. La parroquia aún era famosa por ser la capital de los linchamientos en Luisiana, por ser anticatólica a ultranza, y por mostrar un vehemente rechazo a la Unión. Debido a su etnicidad y religión, mi padre sentía un intenso aislamiento respecto de la ciudad. A menudo decía: “Todos los de nuestro tipo están lejos, Beth. Aquí a la gente no le gustamos”. Con “tipo” se refería a los católicos y Povinellis, Ambrosis y Nellas, porque el modo de pertenencia que caracterizaba el apego a la tierra en mi familia no era nacional. Estaba basado en los pueblos. Consistía en tradiciones de parentesco, matrimonio y derechos derivados de la ascendencia. Todo el lado de mi padre provenía de un pequeño pueblo en Trentino-Alto Adigio. Cuando era un pueblito en las lindes del Imperio austrohúngaro, se llamaba Karezol, y cuando fue absorbido por la recién expandida nación italiana después de la Primera guerra mundial, cambió su nombre por Carisolo. A nosotros nos enseñaron —y enseñar es un término demasiado seco para algo que parecía más un adoctrinamiento— que todos los Povinellis, Ambrosis (como la madre de mi padre) y Nellas (como el esposo de la hermana de mi abuela) eran tres de las seis familias originales de Karezol/Carisolo.
Muchos estadounidenses van en busca de sus raíces. Contratan a genealogistas. Envían muestras de ADN. Descubren que biológicamente son parte esto y parte aquello. Descubren que son de esta región general y no de aquélla. Estas personas podrán pensar que mi familia es afortunada por poder colocar una tachuela en un mapa y decir, con toda seguridad, “Soy de aquí”. Y, sin embargo, cuando abordábamos el tema de nuestra pertenencia ancestral, su integridad se hacía añicos, pues Karezol/Carisolo no es un lugar, sino una frontera. Su estatus de frontera tiene una historia profunda que se remonta a cuando era una zona divisoria entre partes en guerra que viajaban por los Alpes o por los desfiladeros que caracterizaban la región. Durante la vida de mis abuelos, el estatus de frontera de Karezol/Carisolo tuvo una modalidad distinta. Hasta fines de la Primera guerra, fue una frontera tanto en los límites actuales del Imperio austrohúngaro, como en los límites imaginarios de la Gran Italia. Estas fronteras se repetían dentro del pueblo y, por ende, dentro de mi familia. Las discusiones se desarrollaban en lenguas locales gestadas en los valles profundos, y a menudo aislados, que marcan la región, como el ladino que se hablaba en mi pueblo, o también el lombardo, el mócheno o el cimbrio, entre otros. Muchos Ambrosis apoyaban el Resurgimiento, mientras que muchos Povinellis respaldaban a Austria-Hungría, hasta que los austrohúngaros llegaron para llevarse a los jóvenes a las trincheras. Al final, ambos lados sufrieron pérdidas terribles, pues los pueblos de la región quedaron atrapados entre dos fuerzas mayores. Quizá este imaginario de la frontera ayudó a gestar una actitud, evidente en mis abuelos, según la cual pertenecer a una forma de gobierno subnacional, basada en la familia, un comunalismo basado en los pueblos —aunque estuviera plagado de amargas enemistades—, era más seguro que identificarse con lo que Benedict Anderson llama la comunidad imaginada del nacionalismo abstracto y sus potenciales racistas y fascistas.
Se pueden establecer muchas comparaciones entre la intensidad de mi sentido paterno de pertenencia ancestral y el de mis colegas karrabing —los Povinellis de Karezol-Carisolo incluso tienen una subestructura de clanes—. Empero, existen diferencias que resultan fundamentales para saber cómo la pertenencia a un lugar puede o no compaginarse con el capitalismo y el fascismo. En aras de la brevedad, tendrá que bastar un solo ejemplo: el “rompecabezas” de la propiedad indígena. Comencé este artículo con una descripción de las características básicas de la legislación australiana sobre el reclamo de tierras. Para recuperar sus tierras, un grupo indígena debe demostrar que ellos son los “propietarios aborígenes tradicionales”, con base en pruebas de que son un “grupo de ascendencia local” y que tienen una “afiliación espiritual primaria” y “común” con el país que reclaman. Empero, el estatus de posesión —la relevancia de la idea de poseer para los mundos indígenas—, fue rechazado por una corte australiana, lo cual motivó a que fuera reconocido dentro de la legislación. Para entender cómo el rechazo fue un acto de reconocimiento y el reconocimiento un acto de rechazo, debemos examinar la historia con mayor detenimiento.
En 1968, los yolngu interpusieron un recurso legal contra los planes del gigante minero Nabalco, que había asegurado un contrato de extracción de bauxita de 12 años. El caso se presentó ante la Suprema Corte del Territorio del Norte. El 27 de abril de 1971, el juez Blackburn estableció que los derechos o relaciones que pudieran tener los pueblos indígenas con sus tierras no eran derechos y relaciones de propiedad; incluso si lo fueran, esos derechos y relaciones habían sido invalidados desde hacía mucho, cuando la Corona declaró a Australia terra nullius en el momento de la colonización. Blackburn no descartó la profunda afinidad de los yolngu con sus tierras. Sin embargo, argumentó que eran una comunidad de leyes, no de hombres. Estaban regidos por creencias y costumbres espirituales que no incluían el concepto de propiedad. La propiedad, a decir de Blackburn, dependía de que alguna persona tuviera poder primario sobre una cosa y los poderes para evitar que otros la utilizaran. Los yolngu no tenían lo que la teórica goenpul Aileen Moreton-Robertson ha llamado una lógica blanca de posesión.
Para disipar esta humareda, el gobierno federal bajo la administración laborista de Whitlam encargó al juez Woodward encabezar una indagación sobre los “medios apropiados para reconocer y establecer los derechos e intereses tradicionales de los aborígenes en y en relación con la tierra, así como para satisfacer de otras formas las aspiraciones razonables de los aborígenes a tener derechos en o en relación con la tierra”. Sin embargo, Woodward también confrontó los desproporcionados conceptos de posesión y propiedad con los modos indígenas de pertenencia a sus países. Puede decirse que “los ritos religiosos pertenecen a un clan”, según observa Woodward, pero los ritos “no podrían llevarse a cabo sin la asistencia de los administradores, cuya labor esencial consistía en preparar la parafernalia ritual, decorar a los celebrantes y dirigir el rito”. Y para que los lectores no subestimaran la importancia de estos administradores y los compararan con mano de obra contratada, Woodward apuntó que “debía garantizarse la conformidad de los administradores para la explotación de recursos locales especializados, como los depósitos de ocre y sílex, y para las visitas de los propietarios del clan a sus propios sitios sagrados”. ¿Qué relevancia podían tener las nociones occidentales de propiedad o soberanía en un sistema como éste?
El motivo por el cual la Ley de Derechos de Tierra ignoró esta advertencia, reclamando (“reconociendo”) en su lugar la propiedad entre los aborígenes, resulta crucial para entender cómo se hace posible que múltiples modos de pertenencia humana y más-que-humana se articulen con el capitalismo y con fascismos potenciales. Lo que Woodward describía encierra usos espirituales, ecológicos y económicos de la existencia humana y más-que-humana dentro de interconectividades teóricamente infinitas que se coordinan y determinan mutuamente. Estas interconectividades son análogas a lo que los ancianos indígenas describen como las vastas formaciones interconectadas y socialmente territoriales de la acción totémica ancestral. Moverse cambia y esta lógica fundacional da forma a la manera en que los movimientos propios conllevan una obligación hacia los demás.
En este punto podemos regresar a mi historia ancestral paterna, pero con un giro. Podremos tener clanes, ser comunalmente subnacionales y tener una intensa conexión gracias a nuestras familias entrelazadas, pero nuestras posibilidades de movilidad no estaban determinadas por ni atadas a esas órdenes ancestrales cuando se trataba de movernos fuera del pueblo. Después de todo, yo nací en Búfalo, Nueva York. Y aunque durante mucho tiempo me hicieron creer que mi abuelo paterno había nacido en Karezol-Carisolo, en realidad también nació en Búfalo. Fue lo que la gente hoy conoce despectivamente como un “bebé ancla”. Sus padres aprovecharon una lógica nacional para asegurarse un puente social desde el pie de los Dolomitas hasta la orilla de los Grandes Lagos estadounidenses. Y si bien mis abuelos sufrieron los virulentos fuegos xenófobos que ardían contra los italianos del sur, para cuando yo era una niña en el sur estadounidense, mi familia había sido asimilada por una forma de ser blanca de Estados Unidos. Todas las infraestructuras sociales —educación, bienes raíces, movilidad, empleo, comunicatividad— transformaron mi pertenencia ancestral en un sentimentalismo étnico blanco. Como apuntó James Baldwin hace tiempo, esta reforma de los modos de pertenencia, y los rechazos fascistas que gesta, se construyeron sobre el despojo y la dislocación de otros. Mi historia ancestral fue reescrita como un Bildungsroman; primero fue una vergüenza para el nacionalismo colonizador, pero después fue absorbida por éste como parte de su rechazo.