El tema de los “seres sociales” plantea una pregunta clave para la producción artística moderna. ¿Cuál es la relación entre ser, o la ontología del yo, y el mundo social circundante dentro del cual se engasta el yo? En el concepto moderno temprano de lo estético, esta relación se definía mediante un principio de autonomía individual que se consideraba poseedora de un poder emancipador. De acuerdo con Schiller, los efectos fragmentadores de la vida moderna nos han vuelto incapaces de trabajar por la consecución práctica de un sistema político más justo y equitativo. El progreso real de la sociedad sólo será posible una vez que hayamos pasado por una experiencia privatizada de “educación estética” que nos devuelva a un estado presocial del ser, previo a toda “determinación externa”, a partir del cual podamos entrever la posibilidad de una armonía social utópica en la experiencia individual de la belleza. Con el fin de preservar su poder transformador, esta experiencia debe restringirse exclusivamente al ámbito de las apariencias, aislado del todo de cualquier compromiso práctico con el mundo. Así, lo estético nos ayuda a intuir nuestra conexión subyacente con los otros, pero sólo si nos distanciamos de cualquier interacción directa con el mundo, replegándonos en una apercepción contemplativa de nuestros propios poderes cognitivos.
Podríamos decir que la experiencia estética nos enseña a ser sociales precisamente porque facilita nuestro aislamiento de la interacción social. Encontramos una notable continuidad entre los conceptos modernos tempranos de la autonomía estética y los nuevos modos de autonomía que surgieron en el siglo xix y principios del xx mediante el acercamiento entre las políticas de vanguardia y el arte vanguardista. Éstos se organizan en torno al valor central que se le asigna al arte, y a la personalidad artística, en tanto recipientes de una forma totalmente única de intuición crítica y prefigurativa. Ahora la reconciliación anticipatoria del yo y el otro evocada por la experiencia de la belleza se ve sustituida por un debilitamiento deliberado de la trascendencia, en el ataque vanguardista a la conciencia del espectador, mientras la soberanía del arte y la personalidad artística sigue siendo fundamental. Así, vemos cómo el artista sirve de “sustituto”, en palabras de Adorno, a una forma de conciencia revolucionaria que la propia clase trabajadora no ha logrado mostrar. Más aún, esta función sustitutiva sólo puede llevarse a cabo mientras el artista permanezca totalmente distanciado de la influencia contaminante del compromiso social real o la praxis política, que sólo puede tomar la forma de un “accionismo” ingenuo”.1
A lo largo de las últimas tres décadas, este paradigma de autonomía estética vanguardista se ha visto cuestionado por el surgimiento de nuevas formas de arte socialmente comprometido. Este cuestionamiento se conforma mediante la apertura dialógica de la relación del artista con otros yos, y la interacción transversal entre la práctica artística y otras formas de producción cultural y política. Aquí pienso en proyectos como las acciones de Lava la Bandera en Perú, que contribuyeron al derrocamiento del régimen de Alberto Fujimori en 2000, el trabajo de Park Fiction, que protegió de la gentrificación a un amplio espacio público en la zona costera de Hamburgo, y el proyecto de Chu Yuan, Offering of Mind, en Myanmar, que brindó una expresión prefigurativa de la vida más allá de las restricciones cotidianas de un Estado policial.2 En todos estos proyectos, existen momentos de discontinuidad y distanciamiento (la capacidad de ubicarse fuera de un sistema de dominación política existente y de observarlo críticamente). Sin embargo, esta forma de autonomía cognitiva no puede entenderse mediante el paradigma de una trascendencia absoluta completamente independiente de una realidad material “externa”. La autonomía, o la capacidad de pensamiento crítico autónomo, no es algo que simplemente posean, como una facultad mental, ciertos individuos con talento extraordinario. Más bien, se entiende mejor como un efecto contingente que se produce dentro de un ámbito dado de relaciones sociales y tensiones institucionales, y en conjunción con formas de práctica únicas. Si bien es posible acumular un cuerpo de conocimiento teórico basado en las intuiciones obtenidas mediante prácticas individuales, cada contexto, cada situación, también impone nuevos retos y oportunidades, y reclama nuevas respuestas.
Podemos identificar tres formas discretas, pero contiguas, de intuición generadas por la práctica artística socialmente comprometida. En cada caso, estas intuiciones se derivan de los nuevos modos de agencia y entendimiento especulativo que se abren mediante un compromiso práctico con articulaciones de poder institucionales, discursivas y espaciales específicas. Recurriendo a las convenciones de la teoría musical, podríamos describir las formas de conocimiento generadas por las prácticas artísticas socialmente comprometidas en estos contextos como “praxiales”, lo cual implica tanto el aprendizaje basado en el desempeño, como las nuevas orientaciones mentales o cognitivas que surgen en respuesta a la matriz situacional del desempeño. La primera forma de intuición praxial involucra el conocimiento táctico, que surge cuando los participantes observan los efectos que se producen en un aparato de poder existente mediante gestos simbólicos e intervenciones físicas particulares (lavar una bandera en Lava la Bandera, los escraches de Argentina, los procesos de planeación alternativos en Park Fiction, etc.). Éstos pueden incluir cambios de política pública, el bloqueo de algunas lógicas económicas, cambios temporales o más duraderos en la distribución del poder, o bien transformaciones en campos ideológicos o sistemas de valores específicos. Este conocimiento es altamente situacional, e incluye la capacidad de adaptar y modificar un conjunto dado de acciones o gestos a medida que éstos provocan contrarrespuestas de la estructura gubernamental o regulativa particular a la que están dirigidos. También cabe destacar que esta forma de conocimiento es tanto creativo como pragmático, y conlleva la capacidad de transformar la conciencia de los participantes o colaboradores, pues el éxito inicial de un conjunto específico de gestos puede producir un sentido aumentado de agencia, así como una mayor disposición de proyectar la práctica hacia nuevos contextos o escenarios futuros.
La segunda forma de intuición está asociada con nuevos modos de crítica y análisis estructural, dirigidos a un sistema de dominación determinado. En este contexto, la crítica está vinculada con el principio de negación en tanto proceso que busca desestabilizar las percepciones normativas de las instituciones políticas o económicas y los sistemas ideológicos existentes. En el caso de los escraches, esto conllevó un esfuerzo consciente por desnormalizar una cultura en la que el tejido de la sociedad civil argentina reabsorbió sin cuestionamientos a los perpetradores de violencia pasada (durante el periodo del Proceso).3 Aquí, como en la tradición vanguardista, el artista adopta una postura externa a la cultura hegemónica circundante. Sin embargo, en la práctica socialmente comprometida, el artista no reclama esta exterioridad como una capacidad singular y única. Tampoco supone que su conciencia crítica pueda preservarse sólo renunciando a cualquier resistencia práctica a la cultura que critica. Más bien, las formas de conciencia crítica movilizadas por las prácticas artísticas comprometidas se producen mediante un proceso de intercambio colectivo. Al mismo tiempo, la crítica va de la mano con la acción (no está aislada de ella), lo cual tiene el efecto de dotar a la inteligencia crítica de un entendimiento mucho más matizado de la naturaleza material de la dominación misma. La dominación no es algo fijo o estático, que pueda analizarse en abstracto. Es una cultura viva que evoluciona y se modifica con el tiempo y mediante las exigencias del desarrollo histórico y la oposición en curso.
La tercera forma de producción de conocimiento conlleva una conciencia prefigurativa asociada con los modos de toma consensual de decisiones y de creatividad especulativa que se despliegan en un proyecto específico. Éstos requieren de negociaciones altamente complejas entre las diversas orientaciones epistemológicas, formas de identidad, y sistemas de creencias políticos de los participantes individuales. Podríamos describir el proceso de trabajar razonadamente estas tensiones intersubjetivas como una especie de labor social que suspende en parte los modos normativos en que nos motiva el interés propio autónomo. En su nivel óptimo, estas interacciones alientan una forma de experiencia intersubjetiva que resuena de forma muy clara con el ethos de una estética moderna temprana. En particular, evocan el momento clave, largamente aplazado, cuando un sociusdado es capaz de generar sus propias normas y valores, en lugar de que una autoridad externa y arbitraria se los imponga. Empero, este momento de intercambio intersubjetivo ya no está simplemente representado de manera metonímica dentro de la conciencia autorreflexiva del artista individual, sino que se actualiza mediante la realidad experiencial de la interacción colectiva entre interlocutores concretos. Para Adorno, y para muchos otros en la larga historia de las vanguardias, éste es el temido momento de desublimación prematura, en que ingenuamente intentamos llamar el sensus communisestético a la existencia práctica. Sin embargo, el objetivo de estas interacciones no es aparentar una reconciliación final, utópica del yo y el otro, o de sujeto y objeto. El escenario se ve, de manera bastante adecuada, como un artefacto cuasi metafísico de la Ilustración, como ciertamente lo es la imagen escatológica leninista de la vida después de la revolución. Más bien, estos proyectos buscan preservar la irreconciliabilidad fundamental de estos dos términos (como se entienden de manera convencional), al tiempo que posibilitan formas de acción que sean tanto visionarias como pragmáticas. Aquí, las tensiones y discontinuidades que existen entre el yo y el otro no se diluyen, sino que se tematizan abiertamente, como parte del material mismo de la práctica artística.
Más que dos yos fijos que buscan defender su autonomía a priori, aquí se abre un espacio para un concepto del yo, del ser social, que ya no se atiene al ethos de la soberanía burguesa. Es un espacio que se define mediante modos de autotransformación que son recíprocos, y no unilaterales (el artista que repara la conciencia dañada del espectador). El objetivo no es una versión del yo acabada o finalizada, como el sujeto estético idealizado de Schiller o el “nuevo hombre” comunista, que hará innecesarias todas las formas subsecuentes de negociación intersubjetiva. El objetivo es precisamente entender de manera más profunda y minuciosa el proceso mediante el cual el yo se transforma y se vuelve más abierto, en el entendido de que este proceso nunca estará del todo completo. Se trata de un proceso que ya no depende de una noción fija de identidad, que ya sólo puede ver la determinación externa como algo que marca la expansión de un yo a expensas de otro. En cambio, las prácticas artísticas socialmente comprometidas cuestionan los conceptos mismos de exterioridad e interioridad en que se basa el esquema de la autonomía estética convencional. Lo que estos proyectos encarnan, pues, no es una resolución definitiva entre el yo y el otro, sino más bien una experimentación en curso con los parámetros de la identidad misma. Preguntan si es posible producir un espacio social que exista separado de la universalidad represiva de la comunidad, partido o Estado, por un lado y, por el otro, de la soberanía del yo monádico (cuyo epítome es la identidad artística convencional tanto como la subjetividad burguesa), mediante una serie de encuentros experimentales que son tanto prácticos como reflexivos.